Una golondrina no hace verano.

Total, cuando seas grande te cambias el color de los ojos. Luego, qué importa, total cuando seas señorita puedes rellenarte un poquito. Más adelante, ni por qué preocuparse, total te cambias esos colmillos tan feos y ya.
Lo cierto que Magdalena recorrió los días de su vida soñando en reemplazos. Su madre la instaba a ello a cada instante. Había nacido tan fea pero tan fea. ¿Y la piel, Mamita, la piel oscura la puedo poner blanca? ¿Y el pelo? Lo quiero rubio y enrulado, que mi cabeza sea un remolino no estos tres pelitos que ni me cubren la frente. Porque en verdad no sólo era fea y flaca sino pelona y negra. Ay qué negra salió esta criatura, ¿qué vamos a hacer?

Pero su madre confiaba a ciegas en la ciencia, en los continuos descubrimientos, en el reemplazo de células, piel, huesos, cartílagos, uñas, miembros, lo que fuere. Y Magdalena creció con la esperanza de ser otra. Así, cambio la boca, el pelo, los senos, la cintura, las caderas, los muslos, las piernas, el cuello, la nariz, el color de los ojos, los brazos, los dedos de las manos, los tobillos, pero quitarle la piel negra para ponérsela blanca, Imposible, dijo el médico plástico. De modo que Madre empecinada corrió a la más cara de las clínicas, con el más caro de los especialistas y por medio de radiaciones convirtió por fin a su hija en blanca.  

Cuando Magdalena estuvo totalmente transformada, su madre pegó un alarido. Al abrir la revista de modas de la semana, ni blanca, ni rubia, ni rellenita, ni nada parecido, en la página central, una morena flaca y fea como ella sola se lucía en una pasarela de París, casi idéntica a la que antes fuera su hija.

Coral Aguirre.

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