1
La llanura azul del golfo se perdía hacia el horizonte sin nubes y el velero se balanceaba con suavidad respondiendo a los leves cambios en la marea. Aura sabía que aquello era una calma chicha, que en tres días otro huracán invernal categoría seis azotaría la costa. En el agua, el dron submarino flotaba esperándola paciente. Bajo la brillante cubierta de queratina naranja, la forma de vida artificial respondió a su mirada encendiendo y apagando los leds bioluminiscentes que recorrían su metro y medio de eslora.
—¿Todo bien? —Maquech, la ginoide de apoyo, estaba de pie en la popa terminando de cargar las celdas solares que había desplegado sobre su espalda como las alas plateadas de un escarabajo enjoyado.
Aura asintió. Después recogió de la cubierta la membrana translúcida, desdoblándola cuidadosamente. Metió la cabeza dentro de la escafandra y acomodó sobre sus hombros las agallas blanquecinas, que se adhirieron al traje de buceo de inmediato. Luego alzó el pulgar hacia Maquech.
La superficie del agua se sentía tibia, pero rápidamente, conforme descendían, se enfrió. Abajo, a poco más de veinte metros de profundidad, el arrecife había crecido a un ritmo acelerado y se observaban los tonos rojos y naranjas en las estructuras calcáreas más recientes, siendo que décadas antes habían estado coloreadas con tonos neón, como mecanismo de defensa contra el incremento de rayos UV.
Sujetas del dron submarino, Aura y Maquech se dirigieron hacia la zona de excavación de Chaltun Há, donde varios drones submarinos de doce patas escarbaban alrededor de un conjunto de pirámides. Pasaron de largo dejando una breve estela de burbujas, que algunos peces loro reventaron con curiosidad.
La estructura derruida que tenían frente a ellas había sido un hotel en el siglo pasado. Aura hizo una señal y se separó del dron submarino naranja, que detuvo sus propelas. Luego descendió casi hasta el fondo de arena blanca y nadó, seguida por Maquech, hasta donde se había reportado el hallazgo. Los restos de la construcción habían cedido rápidamente al embate de las marejadas y la erosión, quedando solamente un esqueleto de vigas parcialmente cubierto por retazos de paredes carcomidas. Dentro del hotel derruido, la luz solar era pobre y Aura encendió los faros de la escafandra. Moviéndose sobre los bancos de arena, perturbó el descanso de un mero enorme que se desplazó lentamente bajo ella. Más adelante, a través de un pasillo, su escafandra le indicó el lugar donde se hallaba la momia. Franqueó lo que había sido una habitación y entró.
La figura humana, apenas un esqueleto forrado de piel, estaba dentro de una bolsa de poliestireno, una sustancia no biodegradable que ya no se fabricaba. Su ropa y calzado, también hechos de fibras sintéticas, habían preservado incluso sus colores originales. Aura extrajo de su cinturón una ampolleta, la destapó encima del hallazgo y una nube de partículas opacas cubrió la bolsa y todo lo que contenía con una película delgada, pero resistente. Maquech nadó hasta ella, la sujetó con cuidado entre sus brazos, como una madre artificial, para así dejar sin perturbar el resto de lo que había sido su sepulcro durante décadas.
2
La doctora Cardós recibió a Aura a mediados de enero en Playa Tumbalá. El viento estaba frío y levantaba la arena oscura, acumulándola en forma de pequeñas dunas ahí donde las esquinas del centro de investigación se volvían más cerradas. Cardós vertió pozol en dos jarros y le ofreció uno de ellos a Aura.
—Gracias —respondió la voz artificial del sintetizador de su collar antes de darle un trago.
Caminaron hasta el jardín interior, donde las orquídeas perfumaban el aire húmedo. Cada una se sentó en una mecedora de mimbre y dedicaron la siguiente media hora a desayunar y conversar. Cuando los rayos del sol iluminaron el ventanal oriente del vivero, Cardós recogió su cabello entrecano en un chongo, procedió a hacer una señal y el holograma de una mujer de alrededor de treinta años, apareció delante de ellas. Vestía blusa roja, pantaloncillos cortos de mezclilla y un par de sandalias. La momia de Itzamal, reconstruida digitalmente, las miraba desde el vacío sin expresión.
—Hemos aprendido mucho de “Iza” —la doctora no dejaba de mirar el holograma—. Ahora sabemos más de los años anteriores a las marejadas, del final del Antropoceno. Encontramos enormes cantidades de microplásticos en sus órganos, probablemente ingeridos durante toda su vida junto con la comida. Por el daño en ellos sabemos también que consumía alcohol con bastante frecuencia y que antes de fallecer, “Iza” había estado de fiesta durante varios días. Pero hay algo incluso más interesante. Aún tenía con ella su “Espejo Negro”.
—¿Espejo negro? —la voz artificial de Aura sonó neutra pero claramente interesada.
Cardós se aclaró la garganta —Perdón. Me refiero a un tipo de dispositivo electrónico: un móvil, un teléfono celular o inteligente, una pantalla táctil. Y afortunadamente pudimos recuperar la información. Fragmentos de una grabación, mayormente sólo el audio y un poco de video.
Aura se inclinó hacia el frente —¿Qué dijo?—,cuestionó e hizo un ademán impaciente con la mano derecha, que no terminó
Cardós hizo otra señal con la mano y un archivo de audio se reprodujo en el jardín, atenuando el zumbido de los insectos que libaban: “La fiesta se acabó… apagar las luces… nada más que hacer…”. A otra señal de Cardós, el audio dejó de reproducirse. Aura se reclinó en su asiento y suspiró pensativa.
—Imagínate que vives en un mundo donde todos los ecosistemas están colapsando, que estás viendo la sexta extinción masiva de este planeta. Un mundo donde en el discurso oficial se te dice que la inconformidad social, la escasez de agua potable y la contaminación del aire son responsabilidad sólo de los individuos. Un mundo donde te hacen creer que todas esas crisis son causadas por tu mera existencia y que resistir es inútil. ¿No te meterías en una bolsa y te quitarías la vida para dejar de sufrir?
—Pero… sabemos que también hubo personas que ante las crisis se organizaron, como lo seguimos haciendo hoy… por eso sobrevivimos… —la clara voz artificial de Aura no reflejaba el torrente de pensamientos que la abrumaban.
—Nuestro trabajo es reunir evidencias, Aura. Ahora acompáñame a entregar el informe y dejemos que, quienes lo lean, lleguen a sus propias conclusiones.
Abraham Martínez Azuara