Detrás de la pared

Hay algo detrás de la pared.

Golpe, golpe, golpe, silencio. Lo escuché desde la primera vez que visité el departamento. Se lo comenté al casero. El hombre, sin embargo, lo achacó a un problema con las tuberías y continuó ensalzando las propiedades del inmueble.
—Un extraordinario piso. Luz abundante gracias a las ventanas amplias. Vecinos calmados, vecindario seguro. Nadie entra aquí sin permiso, por eso no se preocupe.

Y yo también me distraje con tal explicación. ¿Cómo no hacerlo con un departamento tan seguro y tan bien ubicado? Justo lo que había estado buscando para escapar. Cerramos el trato y, en menos de una semana, ya era la inquilina oficial. Por fin tendría un remanso de calma, un oasis en el cual refugiarme de toda la tormenta que dejaba. Todo era perfecto, excepto por el ruido detrás de la pared del baño.

Golpe, golpe, golpe, silencio.

Traté de ignorarlo y enfocarme en que la suerte me sonreiría a partir de ese momento. Sin embargo, cada vez que entraba al baño me invadía la sensación de ojos en la espalda. El hielo que erizaba los pelos de mi nuca y me obligaba a mirar constantemente sobre el hombro, directo al punto en el muro detrás del cual alguien golpeaba.

Golpe, golpe, golpe, silencio. ¡Y yo que había escapado finalmente del miedo!

Vinieron plomeros y constructores, pero el veredicto de todos ellos siempre era el mismo.
—La instalación está bien, señorita. No hay ningún desperfecto.
—Pero ¿no escucha usted los ruidos?
—Pueden ser filtraciones o ratones —respondían meneando la cabeza—. Vamos a tener que abrir la pared para arreglarlo.

¡Tirar la pared!, ¡vaya solución! Al escucharlos yo frotaba mis brazos, los moretones y quemaduras todavía escociendo bajo las mangas de la blusa, y los despedía con la firme intención de llamar al casero para que me permitiera abrir la pared.

—Es una situación de mantenimiento mayor. Vamos a tener que hacer una junta de vecinos —decía, pero las dichosas juntas jamás sucedían. Y, mientras tanto, el ruido continuaba incesante y, podría decirse, hasta más frecuente después de estas inspecciones.

Golpe, golpe, golpe, silencio.

¿Se burlaba de mí, acaso? Empecé a escucharlo en la sala, en la habitación, en la cocina. Y el silencio más ominoso entre los golpes lo escuchaba, más siniestro. Una respiración sin palabras cayéndome en la nuca y en los oídos como si fuese lluvia.

Me sentaba en el sillón a fumar, a tomar un café, a encender el televisor para no verlo, para acallar la tormenta de sonidos. Golpe, golpe, golpe, silencio. Cerraba los ojos y caían sobre mi cuerpo los puños como martillos y mis brazos se tornaban presa de afiladas garras de acero. Mi respiración se aceleraba y se encendía al punto de ser brazas quemando mi piel desde su capa más profunda.

Abría los ojos arrojando mi taza o mi cigarro o el control remoto o lo que tuviese a la mano y en mis tímpanos volvía a retumbar el llamado de lo que había detrás de la pared. Golpe, golpe, golpe, silencio. Y no podía hacer otra cosa sino contemplar aquel punto tan vivo en el muro.

Dejé de dormir y de comer más allá de una manzana con café todas las mañanas. En la calle la gente me apuntaba por lo bajo y susurraba sobre cómo parecía un cadáver y sobre cómo no debía ser sino una adicta. Los escuchaba en un segundo plano porque el ruido detrás de la pared se había mudado a mi cráneo, justo detrás de mis cuencas oculares.

Golpe, golpe, golpe, silencio.

Y, sin darme cuenta, pronto mi lengua comenzó a reproducirlo también en aquellas tardes interminables donde mesaba mis cabellos casi al punto de arrancarlos y donde los viejos moretones y quemaduras escocían como si estuvieran recién hechos.

Con el hartazgo y la rabia atorados en la garganta, pasé toda una noche y una madrugada de pie frente al punto en la pared preguntándome quién podría estarme llamando, a quién podría interesarle escuchar los lloriqueos de una persona tan frágil por estar tan rota. Puse la mano en el azulejo y así fue cómo la luz del amanecer me sorprendió por la minúscula ventana.

No, esas no eran mis palabras, eran las de alguien más. Lloriqueos, frágil. Nunca usaría yo esos términos. Eran los de alguien más.

Golpe, golpe, golpe, silencio.

¿No podía callarse ese maldito ruido?, ¿no podían detenerse los golpes y quedarse en silencio para siempre? Golpe, golpe, golpe. Todavía resonando en mi interior como si estuviese yo prisionera en la otra jaula. Golpe, golpe, golpe. Llamándome desde el exterior, un claro mensaje de que toda mi vida sería lo mismo. Golpe tras golpe tras golpe. Y silencio.

Si ni mi casero ni los obreros iban a hacer nada, abriría de una vez la maldita pared por mi cuenta. Tomé el martillo que guardaba en el cajón de la cocina y ataqué el azulejo con toda la fuerza que mi debilitado cuerpo me permitía. No me detuve cuando mis brazos ardieron ni cuando la sangre comenzó a correr por mis dedos repletos de ampollas. Al final, cuando el día empezaba a morir, abrí un hueco lo suficientemente grande como para asomarme y, adentro, no hallé absolutamente nada más que tuberías y concreto.

Pero el ruido seguía habitando aquél punto vacío de la casa. Golpe, golpe, golpe, silencio. ¿De dónde venía entonces?, ¿de dónde me llamaba?, ¿el techo, las tuberías, el suelo, mis huesos, mi cabeza? Golpe, golpe, golpe, silencio. ¿De dónde salía?

Así, cubierta de sangre y con mechones de cabello entre mis dedos, agazapada y repitiendo el sonido con mi lengua, fue cómo me hallaron. Me evaluaron, me juzgaron y luego me encerraron. ¿No escuchaban ellos el ruido?, ¿no veían los moretones y quemaduras en mis brazos? En el cuarto de muros desconchados donde me confinaron lo sigo escuchando.

Golpe, golpe, golpe, silencio.

Y sigo diciendo que hay algo detrás de la pared.

Samuel Manzanares

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