Ocurrió una mañana mientras me rasuraba, cuando interrumpí aquella labor para mirarme fijamente al espejo. No pasaron muchos segundos cuando me di cuenta qué había una extraña distancia entre mí y la imagen reflejada, que hizo preguntarme: ¿ese soy yo? Como si una especie de desposesión evitaba reconocerme.
Tal situación podría ser tomada como un desvarío y traté de convencerme de ello, sin embargo, el saberlo y tenerlo presente fue como vivir con una espina enterrada en la carne. Esto hizo que en la semana siguiente mis actos en el hogar y en los negocios, los percibiera como un mero comportamiento mecánico y rutinario, donde yo mismo me engañaba al hacerlos sin entusiasmo ni convicción. El sentimiento fue agudizándose al punto de que no podía estar tranquilo con nada. Era ridículo pues ciertas cosas que me causaban placer con anterioridad como ir a los bares, el cine, el café, los amigos, incluso la lectura, ahora me parecían sin gracia e insípidas; mi existencia se volvía un caos y mi actitud cambió, convirtiéndome en un ser antipático y poco paciente que no podía estar mucho tiempo con otras personas.
Fue después de mucho meditarlo que concebí una idea reveladora al regresar de pasear del parque: estaba viviendo una vida que no me correspondía. Sonaba ilógico en un inicio pero al desglosarlo con detenimiento comprobé que a lo largo de los años, varios eventos que ocurrían a mi alrededor me eran ajenos, como si yo fuera el sustituto de otro alguien, el cual sólo debería cumplir y estarse amoldando a las funciones y deseos de los demás sin tener ese libre albedrío que está sepultando mi verdadero yo. En tal caso, la solución parecía ser sencilla ya que sólo debía reencontrarme, pero ¿cómo? Mi actual estado era igual al de un extranjero en tierras desconocidas, donde no podía encontrar ningún tipo de vestigio de lo que era su raíz; incluso las palabras me eran indiferentes y toscas, además de que perdían al repetirlas su preciado significado.
¿Qué podía hacer? No era tan simple como mudarse a otro lugar, conocer otra gente, ya que yo era el portador de esa enfermiza y abstracta obsesión que tarde o temprano volvería a anegarme. Debía buscar ayuda; fue entonces cuando comenté este este padecimiento anímico a familiares y compañeros, pero varios de ellos, bajo un aire de aparente preocupación, me comentaron que se trataba de una ocurrencia o excentricidad momentánea y que con un buen descanso regresaría a la normalidad; incluso ellos buscaban cambiar de conversación cada vez que lo abordaba, como tratando de no sentirse abrumados con un tema que desconocían y del cual no tenían ningún interés. Sin embargo los más allegados, entre los que se encontraba mi novia, me pidieron que consultara a un psicólogo, para regresar a mi yo anterior, ya que mi nuevo comportamiento los estaba perturbando.
Ante aquellos apacibles reclamos traté de cambiar, en verdad lo intenté, pero no estaba en mis manos la solución porque yo era un impostor sometido a una existencia indiferente que estaba planeada o diseñada para que yo me la creyera, sin ninguna duda, por eso fui señalado de loco, por ponerlo entredicho, aun cuando traté de explicarlo con la mayor coherencia y claridad teniendo argumentos persuasivos y sólidos.
De esa manera fui aislándome al hundirme en un infierno cada vez más hermético.
Una tarde, mientras sufría una de mis tantas crisis llegó el instante que perdí el control completamente. Exasperado, estrellé contra el piso varios adornos y objetos personales, además de que los muebles los removí con tanta rabia que llegué a estropearlos, pero al final, habiendo agotado toda mi cólera, me quedé vacío y perdí la esperanza de poder reencontrarme.
No sé si otros hombres han sufrido lo mismo, ni cómo lo han resuelto, pero sin soportarlo más saqué una pistola escondida en los cajones del armario para apuntar directo a mi sien. Por unos segundos estuve vacilante, pero al reunir toda mi frustración, jalé del gatillo para que un estruendo me sumergiera en una oscuridad instantánea y subyugadora. No sé si el limbo es un dormitar sin sueños o el sueño es un limbo, lo único que sé es que después de un largo lapso volví a recobrar el conocimiento. Aturdido y con la cara recostada hacia un lado, la imagen de un charco de sangre se fue clarificando ante mis ojos, con esto deduje que mi intento de suicidio había fracasado. Avergonzado me burle de mí, mientras volteaba a mirar el techo desde el piso de la recámara. Al lograr incorporarme vagaron en mi mente varias ideas, pero sólo busqué ir hacia al baño para ver lo profundo de la herida. Al entrar y sostenerme del lavamanos, el sonido de la gotera de la ducha me distrajo, entonces sólo cerré la puerta del botiquín pero al momento de levantar la cara y encontrarme frente al espejo, un escalofrió reptó por mi piel, desprendiéndome del mundo físico.
Incrédulo y perplejo, urdí de manera rápida que estaba frente a una alucinación causado por mis estado convaleciente, sin embargo, al revisar en distintos lugares de mi hogar un terror indescriptible se apoderó de mí haciendo trizas cualquier vestigio de lucidez.
Ahora, después de varias décadas, aún no he aceptado mi nueva condición que me deja en la intranquilidad porque ahora estoy en un nuevo infierno, en otro laberinto donde diferentes preguntas no dan tregua al reposo en ningún momento, siendo esto de alguna forma el castigo al crimen consumado que cometí; porque no sé lo que soy y si después algo me espera, debido a que estoy confinado por una fuerza sobrenatural a estar encerrado en mi casa, donde en ningún espejo se refleja mi imagen.
Julio César Sánchez Chilaca