Un fantasma ya borroso

Eso dicen quienes lo han visto. Desdibujado, apenas diferente de otras sombras. Que se lo encuentran por Colón, en las calles aledañas a Madero. A ratos lo divisan por Pino Suárez. O en una esquina por Félix U. Gómez donde antes había una cantina. Pero si me preguntan les diré que es el Chema.

Ustedes no han oído hablar del Chema. Pero antes de los Cadetes, antes de los Rancheritos, estaba él. Empezó cantando muy chavalillo un corrido al coronel Sidar y al teniente Rovirosa, luego de que el biplano donde iban ellos se estrellara. Dicen que una tormenta tumbó al avión, dicen que el “Loco” Sidar era temerario…ese fue el primer éxito del Chema. Al rato ya estaba cantando el de Úrsulo Galván, versos con harto cariño y que nacían de su añoranza. Pero seguro me dirán que alguien joven no tiene añoranzas, que eso es de los ancianos. Pues sí. Pero hay almas ya viejas y la de Chema así era, tenía nostalgias que le caían quién sabe de dónde y le anegaban su ser. En esos años ya despuntaba el uso del acordeón, pero todavía se estilaban los trajes de charro o de china poblana, la guitarra y el bajo. Había mucha carpa, muchos escenarios improvisados. Pero también hartas cantinas de a tostón y con pianola. Ahí se apersonaba el Chema y su asistente, el Miguelito. Eran inseparables, más que amigos parecían hermanos. O eso creía yo; se procuraban mucho entre ellos. Por esos años yo trajinaba con un Dodge haciendo corridas de la estación de trenes a varios hoteles del centro. No había Macroplaza, qué esperanzas imaginarse todo el tumbadero de edificios y cómo de por ahí vendría una ciudad más bromosa, digo yo. Sin memoria. Se borran los muros y se borran los recuerdos. Pero todavía, como si los viera aquí mismo, me acuerdo del Chema y su guitarra y del Miguelito y su acordeón. Muy jóvenes, muy galanes. Por esos años la Maty empezó a fijarse en el Chema. La Maty era la regenta de varías casas de postín y de farolito rojo. Pero muy guapa ella, muy entrona. Se dice que cuando entraron los carrancistas a Monterrey ella no se achicopaló, sino que salió a ver qué negocios podía acomedirse con los revoltosos. Y luego fue ella la que descolgó a una de las adelitas que los federales ahorcaron, allá por el rumbo de la Cervecería, cuando los de la bola se retiraron echando bala. Que porque ella conocía a la difunta y decía: “no es de gente bien parida dejar mujeres colgando de las farolas”. Nadie le respingó a la Maty. Claro, porque ella luego luego se apoquinó con los militares. Además, la Maty siempre se paseaba con su pistola al cinto, una treinta y ocho. No le temblaba el pulso para usarla si un cliente se quería propasar con sus muchachas sin pago de por medio: a cachazo limpio lo suavizaba; incluso disparaba al aire para poner orden en las grescas. Y la Maty sabía acomodarse con los ganones. Porque por esos ayeres un día entraba un grupo armado a gobernar, al rato otro. Así se las gastaban en la revolución: la ciudad parecía cama de piquera, la ocupaban un ratito y al chico rato entraban otros bigotones con sus cananas dizque a poner paz, para luego dar paso a los federales otra vez. Pero ya para cuando yo andaba de arriba abajo con mi Dodge la Maty pues estaba bien establecida y las cosas se habían apaciguado. Le pasaba una corta a los de la Comisión de Seguridad, para que no molestaran a sus güilas. Y que le avienta los perros al Chema. Pero él siempre se hacía el que la virgen le hablaba. El Miguelito salía al quite y le decía a la Maty que su patrón andaba cansado, que tenía un contrato para cantar en una boda o en un salón y que no podía desvelarse. Y la Maty nomás lo veía con harta desconfianza y se iba, fume que fume, rumiando su lujuria y acomodándose la fusca en el refajo.

Así las cosas, al Chema lo invitaron a la estación de radio de los Azcárraga. Imagínense. Escuché a uno de los locutores diciendo que el Chema era el nuevo Guti Cárdenas. Iba a alternar con el trío Garnica-Ascencio. Se lo iban a llevar a la capital. Y el Miguelito no cabía de dicha. Chema era distinto. Nomás sonreía y movía la cabeza ante tanta bienaventuranza, como si le estuvieran contando la historia de alguien más, como si todo ese chismerío fuera cosa ajena a él.

Yo llevé al Chema y al Miguelito al andén de la estación. Vi cuando el tren pitó y empezó a resoplar y agarró vuelo. Y no sé qué me dio de salir trotando al parejo del convoy diciéndoles que se cuidaran, que la capital era canija, que acá los esperábamos. Y el Miguelito ya se había guarecido dentro del pullman, pero el Chema me vio, sonrió y algo dijo que el estruendo del ferrocarril se lo llevó para siempre. Algo que no alcancé a escuchar.

Un par de meses después regresaron. ¿Cómo les diré? Regresaron como los toreros, con paseíllo y cubiertos de gloria. No se rían: así retornaron. Parecían apenas tocar el suelo. Todo era fiesta. Tenían un contrato para grabar varios discos, eso dijeron. Ya habían grabado uno durante su estancia en Ciudad de México. Ahora empezaban una gira por el norte, primero Monterrey, faltaba más. Decían incluso que iban a tocar en San Antonio. Eso nos pareció ya exagerado, pero igual y sí. Igual y sí.

Alguien dijo —dicen que yo, pero no creo—“Vamos a festejar a una de las casas de postín de la Maty, a la más exclusiva de todas”. O iniciamos a libar y entre pisto y pisto nos envalentonamos, nos sentimos con dinero y como si no tocáramos el piso y una lluvia de flores y sombreros nos estuvieran dando sombra, y entonces alguien habrá exclamado “Vamos a dónde la Maty”. Y sí. Como toreros, partiendo plaza, allá fuimos.

Eso estuvo mal. Pero en ese momento parecía una gran manera de rematar la faena. Y llegamos con la Maty, tocaba la pianola, las muchachas a medio vestir con fondo y ligueros nos recibieron, se oía un foxtrot, se apareció la Maty toda radiante, con una sonrisa lobuna y dijo “Muchachos, bienvenidos”. O no dijo nada, sólo nos regaló una de sus sonrisas de loba fina y se vino a sentar con nosotros. Y claro, si la patrona se ponía en tu mesa, la casa invitaba.

De eso me acuerdo.

Lo otro me lo contaron: que el Chema cantó la Canción Mixteca con harto sentimiento y todos lloramos, incluso la Maty. Que el Miguelito se puso a tocar el acordeón como si sus dedos tuvieran alas, pura velocidad y belleza. Que las chicas bailaban y las risotadas se oían por toda la acequia que en aquella época discurría por la avenida. Que cada quién agarró su cada cual y hasta no verte, Jesús mío.

Pero al rato empezaron los gritos. Que la Maty empezó a despotricar: “¡Para eso me gustaban, móndrigos jotos!” Que se oyeron unos golpes, más gritos y unos tiros de pistola.

Salió en todos los periódicos. Un escándalo. Algunas fotografías se publicaron, otras no; acaso para dejar que todo se apagara, acaso para no mortificar a las buenas conciencias, a las familias de bien. Porque muchos clientes de la Maty eran de esas familias de alcurnia. Era su casa de lujo. Pero yo vi las fotos que no se publicaron. Ahí estaba la Maty, en medio de un charco oscuro, desfigurado el rostro por uno de los disparos. Le arrebató su propio revolver y se lo descargó a bocajarro.

Chema se declaró de inmediato culpable.
Su apoderado contrató a un buen abogado, pero ni al caso. Chema les decía a todos que sí, que él la había matado. Pero sobre el motivo, silencio.
Cosa de celos. De la bohemia. Del alcohol.
Los artistas son así de arrebatados.

Yo platiqué con él, cuando le llevé unos cigarros y algo de comer en unos platos de peltre.
“¿Tú crees que el Miguelito hubiera aguantado esto? Él no está hecho para estas penalidades”.
Le pregunté si en verdad él había matado a la Maty.
Nomás se sonrió, como si todo ello no tuviera nada que ver con él.

“El Miguelito no hubiera aguantado todo lo que se avecina”.
El juicio fue rápido. La gente no quería hablar de lo ocurrido.
A la Maty la enterraron sus pirujas, y uno de los comandantes de la policía se hizo cargo de los congales, pretextando que la Maty le debía lo de la protección.

Todos sabíamos que el Chema no llegaría al purgar condena. Las cosas eran distintas en aquellos días.
Luego de que fue sentenciado, se lo llevaron con la cuerda de presos.
Dicen que trató de escapar.

Las cosas así eran en aquel tiempo. No le decían “ley fuga”. El parte que le dieron al ministerio público era el habitual: quiso escapar. Y le pegaron el tiro de gracia en la nuca.

Los crímenes nefandos así eran castigados. Asesinos de mujeres, violadores. Al Chema le pasó lo mismo que a los homicidas de la casa en la calle de Aramberri.

Por ahí, en las tiendas de viejo, se consigue el único elepé que logró grabar. El que hizo en la capital. Dicen que Cornelio Reyna lo tenía como una de sus posesiones más preciadas. Cuentan que Ramón Ayala tenía en el estuche de su primer acordeón una foto del Chema, aquella que le tomaron cuando recién regresó de la Ciudad de México, bajándose del tren.

Dicen que yo le tomé esa foto.
Pero de eso no me acuerdo.

El Miguelito anduvo a salto de mata un par de años. Pero luego lo navajearon en Tampico, en un pleito ocurrido en un antro de afeminados.

También dicen que no, que se fue en un barco a Cuba y que allá se quedó.

Alguien, no tengo claro quién, me dijo que el Miguelito empeñó su acordeón para comprarse el pasaje del barco a Cuba. O que lo malbarató y se fue muy lejos, a llorar su cobardía y desamor.

Lo que tengo cierto es que el Miguelito ya ni llega a fantasma. Si existe, es mera tolvanera. Sin forma. Polvo.

Por eso digo que el espectro ese que dicen ver en la avenida debe ser el Chema. Porque no quiero olvidarlo.

La verdadera muerte es ser olvidado. A eso le tengo miedo. Pero no me da frío que viejas sombras se me aparezcan a contraluz. Un día, quien quite, me dirá eso que la locomotora no me dejó escuchar. Y lo seguiré a las sombras, para desdibujarme a su lado, mientras el acordeón toca quedito y luego todo se queda en silencio.

Ramón López Castro

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