Costa Azul

Esta es una historia real. Me pasó a mí. O le paśo a la versión de mí de 9 años de edad, en las calles del centro de Monterrey, en 1981. Nací atrapado en esa tradición mexicana de no tener conmigo a un padre, lo que me convertía en medio huérfano de manera inmediata. Mi mamá era de Padilla, un pueblo tamaulipeco. Llegó a Monterrey antes de que yo llegara al mundo, como muchos otros tamaulipecos. Ese parece ser el curso natural en los estados norestenses. Conoció a mi padre a través de una amiga en común. Él también era de Tamaulipas. Ella me dijo que le había atraído que bailara, cantara y tocara instrumentos. Trató de contarme sobre mi papá con sutileza algunas noches, antes de dormir en la única cama que teníamos. El resto de la historia la descubrí yo solo.

Adoraba a mi madre y nuestra vida pero me falló en dos cosas: nunca me dijo el nombre de papá y después murió. Mi tía, que vivía en una sólida casa de ladrillos, me explicó que mamá tenía una afección cardíaca de la que no sabía suficiente y no le puso cuidado. Un poco como si fuera su culpa.
Me dijo que iba a estar bien, que iba a vivir feliz con ella y su familia. Su esposo y ella eran dueños de una pequeña tienda de abarrotes. En ese momento yo no sabía que la razón por la que antes de la muerte de mi madre no nos frecuentábamos, era que les disgustaba que mis papás no se hubieran casado. Era demasiado chico, pero aprendí a vivir sin ellos. Me ajusté a todo lo que era nuevo. Era 1977.

Tres o cuatro años después de mi mudanza y orfandad oficial, encontré la foto. Estaba cuidando a mi primo. Mis tíos habían tenido que ir a la tienda para recibir algunos paquetes y hacer el inventario. Tony estaba dormido y era imposible salir a jugar con la lluvia que caía esa tarde. Me dediqué a abrir y hurgar cada cajón del cuarto principal, tratando de encontrar algo interesante, hasta que vi un álbum de fotos con tonos rosas y sepia con retratos de una fiesta. Una fiesta grande. Treinta fotos después, reconocí a mi mamá también, en el tumulto, con sus amigos, bailando. Quise saber si años antes de mí todo era pardo y rosado, si este álbum era una muestra más del avance de la humanidad desde los días del blanco y negro, si así se veía la vida. Una de las fotos mostraba a mamá de pie y rodeando con el brazo derecho a un tipo sonriente y de cabello largo. Al reverso leí “Elida García y Rigo Tovar, 1971!”, sentí un repentino baño de agua fría sobre la cabeza y la espalda, como si la lluvia estuviera dentro de la casa, como si estuviera viviendo otra vez bajo un techo con goteras.
Con las manos temblorosas levanté el plástico de protección, tomé la foto entre mis dedos y corrí al segundo piso -ahora tenía una casa por la que podía correr-, cerré la puerta y lamenté el ruido. Tal vez ahora Tony estaba despierto pero no escuché que me llamara. Salté a mi cama y sostuve la imagen frente a mi cara por un rato, mientras me hacía preguntas y proponía respuestas, conectando los puntos.

Guardé el secreto por meses. Cuando tienes nueve años el tiempo es cualquier cosa entre la merienda y navidad. Estaba convencido de que mamá tenía buenas razones para ocultar la identidad de papá. Él era famoso y yo conocía su nombre: estaba en las estaciones de radio, cantando con su grupo, escribiendo canciones, haciendo bailar a la gente. Estaba en el fondo cuando hacía la tarea y mi tía lavaba los platos. Estaba dentro de la radio de mi tío en la tienda, en los taxis verdes y amarillos que recorrían la ciudad. Y yo me preguntaba por qué nunca salía de ellos para abrazarme, para jugar conmigo, cantarme algo. Yo lo necesitaba más, necesitaba saber si el color de mis ojos era el mismo que el suyo. Tal vez conmigo sí se quitaría los lentes oscuros. Tal vez él también estaba solo, incluso después de haber logrado una mejor vida. Teníamos eso y una mamá fallecida en común.

Decidí limpiar zapatos en la Alameda porque quedaba cerca de mi casa y quería hacer dinero para reunirme con mi padre, como fuera. Una noche, cuando regresaba del trabajo, mi tío Mario veía televisión junto a las latas vacías de cerveza que había traído de su tienda, con la luz apagada. Guardé mis cosas y me armé de valor para preguntarle si yo era hijo de Rigo Tovar. Se rió como se ríen los hombres fermentados y me dijo: “con el éxito que tiene entre las mujeres, cualquiera puede ser su hijo, Roberto”. Y eso significó para mí nada más que una -críptica- confirmación.

La XEBJB anunció que pronto iba a dar un concierto al aire libre y gratis -ni siquiera iba a tener que usar mi dinero- en el Río Santa Catarina. Mi papá, el ídolo, iba a estar a sólo algunos kilómetros de mi casa. No pude dormir la noche anterior. No pude comer ese miércoles por la mañana. Planificaba mi día fuera de la escuela sin que mis tíos lo supieran. Caminé por el centro en lugar de ir a clases, cargando mi mochila, viendo por las ventanas de las tiendas de música. Debí haber estado cansado para la hora en que caminé al Río, pero no lo estaba. Estaba lleno de gente. Sentí que nunca había estado tan inundado, ni cuando las aguas con tierra que arrastraban los huracanes corrían por la vena moldeada de Monterrey. Pero cuando eres un niño, un montón de gente es cualquier cosa entre veinte y las quinentas mil almas que esperaban a papá.

Él se presentó y me abandonó el espíritu. Sentí que caminaba, pero no tenía control sobre algo que estuviera fuera de mi cabeza. Creo que tampoco sobre lo que estaba adentro. Iba hacia adelante y hacia atrás en el mar de gritos, baile, besos, cantos, vendedores ambulantes. Pero no podía decir tampoco que él estaba ahí para mí solo. Todo era confuso.
Se despidió antes de que yo pudiera descifrar cómo llegar al escenario para hablar con él, pedirle que me llevara de viaje con su grupo, que me acompañara a la escuela el día siguiente, que me tomara de la mano, que me enseñara sus instrumentos, que me cargara sobre sus hombros, preguntarle si alguna de sus canciones era para mí. Algo. Cualquier cosa.

El público empezó a irse, tan rápido como fuera posible, a retomar sus vidas normales, de lunes a viernes. Pero yo me resistía. Estaba cansado, mareado, solo y sin papá. Me dio por llorar en el suelo. Todo lo que veía era sepia, lluvia fría aunque no estuviera lloviendo. Mejor dicho, me llovía por dentro. Perdí noción de mí, tal vez sufriendo de un bajón de azúcar, como les pasa a otros niños a la hora de los honores. Alguien me llevó con un par de policías que patrullaban la zona. Ellos me llevaron a otro lugar. Llamaron a mis tíos, que trajeron a Tony con ellos, y me recogieron un rato más tarde. Con rostros preocupados me entregaron comida y un refresco. Una eternidad pasó en el camino. Nadie dijo una palabra. Llegamos a casa, nos sentamos en la sala y mi tío, muerto de pena, se disculpó por haber alimentado accidentalmente mi sueño.

Claro que Rigo Tovar no era mi padre.

Gabriela Dimas Yázbek

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