La promesa (1 de 2)

Sistema Solar desde su lejano hogar en TRAPPIS-1e, a pesar de haberlo hecho en un sofisticado V7, un transbordador espacial capaz de viajar casi a velocidad hiperlumínica gracias a la energía desplegada por el ectonio, un combustible primigenio de TRAPPIS-1e, cuyas propiedades energéticas eran insuperables, no conociéndose ningún otro elemento del universo similar en cuanto a poder calórico y energético.

Llevaban consigo el cofre con La Carta de su antepasado, el verdadero motivo por el cual habían viajado hasta aquel recóndito lugar del universo.

Marcus y Zenda eran dos trappisianos de veinticinco cronatas de edad, casi dos milisitropos de estatura, estilizados, extremadamente delgados, de cara afilada y totalmente desprovistos de vello facial y capilar. Ambos vestían de idéntica manera, con un ceñido traje de un color bruma plateado. Ciertamente, de no ser por las femeninas curvas de Zenda, pocos serían capaces de distinguir uno de otro. La familia Thaus al completo había decidido que fueran ellos dos los que realizaran aquel largo viaje y llevaran a buen término la misión encomendada tanto tiempo atrás por sus predecesores. Los Dávila primero y posteriormente los Llorente, los Zimmer, los Johnson, los Claver y por último los Thaus, se habían ido pasando el cofre con La Carta de generación en generación, con total devoción, durante casi seis mil ochocientos años, llegando a considerar aquel objeto como una auténtica reliquia, una especie de Biblia o de cuento sobre su familia y la antigua Tierra, cuna de sus ancestros.

Habían salido del hiperespacio cerca de Júpiter y puesto de inmediato rumbo a la Tierra, ya a velocidad crucero. Pocos atulmes después, aparecía frente a sus ojos el tercer planeta más cercano a aquella brillante estrella.

—¡Ahí está, la Tierra! —se asombró Marcus al ver el color ocre de la superficie del astro por entre los jirones de nubes de su atmósfera.
—Y pensar que llegaron a llamarle el planeta azul
—¿Sí, verdad? ¡Parece increíble! Según mis informes, la Tierra hace unos pocos miles de cronatas era muy similar a TRAPPIS-1e.
—Cualquiera lo diría…
—Pues sí, sólo que tenía, o aún tiene, una rotación mucho más rápida que nuestro planeta. Al parecer, ¡da una vuelta completa sobre sí misma en tan sólo siete atulmes! ¡Guau!
—Según las crónicas más antiguas, chocó con otro planeta hace miles de cronatas y eso le dotó de una inercia de giro rapidísima. Además, el impacto hizo que su eje polar se desviase y ello produjese lo que llamaban estaciones temporales: variaciones de temperatura y de condiciones atmosféricas debido al ángulo de incidencia de los rayos de la estrella sobre la que órbita, que llamaban Sol.
—Te veo muy bien informado…
—Me documenté todo lo que he pude antes del viaje, hermanita, y durante el trayecto que ha sido largo y a ratos aburrido. Si no llegas a acompañarme, hubiera sido realmente insoportable.
—Yo también te quiero… —le dijo Zenda a su hermano, haciendo un gesto para abrazarlo—, aunque seas un maldito sabiondo.
—No, sólo soy una persona con curiosidad por las cosas. Basta que no sepa sobre algún tema, para ir corriendo a buscar información en la base de datos del dispositivo que tenga más a mano. ¡Eh, y mira, ahí está, a babor, el Neowise! —dijo Marcus señalando un punto en el firmamento—, ¡el Neowise!
—¡Sí! ¡Ey! ¡Ahí está, con su larga cola de cascotes de hielo y roca!
—¡Sí, ése es, ése es! —los dos se quedaron unos miliatulmes absortos en la contemplación del cometa, que tan sólo estaba a ciento tres mil kilothrones de la Tierra.
—Te parecerá una tontería, Marcus, pero ahora mismo me estoy emocionando —dijo Zenda con la voz entrecortada.
—Es para emocionarse, hermana, vamos a cumplir la promesa… —se alegró también Marcus, al que le asomaba una lágrima silenciosa.
—Sí, la promesa…
Zenda accionó los comandos para iniciar la maniobra de aproximación a la Tierra. La nave viró y comenzó una vertiginosa aceleración. Unos centulmes más tarde, el V7 se adentraba en la atmósfera terrestre, que parecía ser algo menos densa que la trappisiana. Entonces, el transbordador desaceleró considerablemente su marcha, hasta posicionarse en paralelo a la corteza terrestre.
—¿Has introducido las coordenadas que aparecen en La Carta? —preguntó Marcus.
Zenda asintió con la cabeza, sin desviar la mirada del ordenador de a bordo, totalmente concentrada en lo que estaba haciendo. Planearon durante varios atulmes a pocos sitropos de la superficie de un planeta vacío y devastado, hasta alcanzar las coordenadas de latitud y longitud exactas que indicaba el venerado documento. Cuando llegaron, sobrevolaron por encima de los restos de una más de las muchas ciudades que habían visto en ruinas, que se encontraba enclavada en un árido y desolado valle. Se trataba de la antigua ciudad de Valladolid, en España.
—Mira, Marcus, ese debe ser el punto indicado —señaló Zenda por la ventanilla lateral de la cabina de mandos—. El Cerro de San Cristóbal, una elevación aislada de terreno, distinguible y característica, según nos cuenta el Autor de La Carta. El lugar exacto en el que él y su hijo vieron el cometa.
—Sí, ese debe ser el sitio. Aterrizaremos en la cima y esperaremos a que anochezca.

El transbordador descendió lentamente, de forma totalmente vertical, hasta posarse sobre el suelo de la pequeña explanada que el cerro tenía por cima. Sacaron de un armario del almacén dos trajes de descompresión, con los que comenzaron a equiparse. A pesar de lo aparatoso de los trajes y por los datos que tenían al respecto, no parecía que fueran a tener muchos problemas de adaptación al nuevo medio. Tan sólo la gravedad sería algo mayor que en TRAPPIS-1e, por lo que se sentirían más pesados, y la atmósfera terrestre era un tanto menos densa, debido a lo cual tendrían mareos y un leve dolor de cabeza durante un par de atulmes, hasta que su cuerpo se acostumbrase a una concentración de oxígeno en el ambiente más alta que en su planeta de origen.

Abrieron la escotilla del V7 y se asomaron con cautela al exterior. A pesar de estar atardeciendo en aquella parte de la Tierra, la luz del sol les resultó cegadora, acostumbrados a la pobre iluminación que les proporcionaba en su galaxia la modesta estrella TRAPPIS-1: una enana ultrafría de tipo espectral M8, allá en la constelación de Acuario. Saltaron de la nave y enseguida se sintieron torpes y pesados, como si les hubiesen cargado a los hombros unas mochilas llenas de mineral de ectonio. Miraron a su alrededor, extasiados. Habían estado en otros planetas, casi todos ellos cercanos al suyo, bien por negocios, como en TRAPPIS-1b o TRAPPIS-1c, donde habían hecho transacciones económicas muy favorables para las empresas de la familia, o por mero turismo espacial, para bañarse en los mares de Kepler 186f, pero jamás se habían alejado tanto de su galaxia como en esta ocasión. Se sentían por ello abrumados, y era lógico. Contemplar aquel erial en el que el tiempo y el abandono habían convertido la Tierra, la cuna de la Humanidad, que se había expandido por todo el Universo conocido, les produjo una enorme sensación de consternación, una indescriptible tristeza.

—¿Cómo permitieron esto? —se preguntó Marcus de forma retórica.
—Supongo que sucedió algo parecido a cuando en TRAPPIS-1e encuentran una mina de ectonio en las montañas y la explotan hasta que queda esquilmada y la abandonan en mitad de una hondanada baldía; eso debió pasar con la Tierra, con la peculiaridad de ser el planeta de origen de la Humanidad, el lugar desde el que luego todos los hombres y mujeres se expandieron por las galaxias y por todo el Universo.
—Sí, aquí empezó todo…
El sol ya se había escondido del todo en el horizonte pero la claridad que aún había hacia el Oeste impedía ver el cometa, que sin embargo estaba allí en el cielo.
—En un atulme se darán las condiciones idóneas para observar el Neowise. Al Noroeste, entre Capella y la Osa Mayor, como pone en La Carta.
—Tal vez sea el momento de leerla, a modo de ritual, o como homenaje al Autor —comentó Zenda.
—Sí, yo creo que es momento de leerla…
Marcus volvió a la nave para, unos centulmes después, salir de nuevo con el viejo cofre de metal entre las manos. Se acercó a su hermana, le estrechó la mano y de forma solemne, lo abrió. De su interior extrajo un papel amarillento y ajado por el inexorable paso del tiempo. La tinta con la que habían escrito sobre él, se hallaba difuminada, aunque aún legible. Marcus desdobló la hoja y carraspeó.

(Continuará)

Iván Ávila Nieto

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