Melquiades se incorporó de súbito cuando el agudo pitido de la alarma se escurrió en el silencio matutino de la habitación. Viró los ojos entornados hacia las ventanas de plástico por dónde penetraban los rayos del sol, muy a pesar de la espesa niebla.
Después miró la lucecita roja que iba y venía, parpadeando en la mesa de trabajo, y que iluminaba el oscuro techo con vigas de madera.
—Estado del sujeto: Activo —dijo una voz mecánica.
Melquiades gruñó haciendo un esfuerzo por sentarse al borde de la cama. Por el rostro le escurrían gruesas gotas de sudor.
—¿Encender radio? —preguntó la voz en tono cordial.
—¡Encender! —ordenó Melquiades al tiempo que se secaba la frente con el cuello de su camisa.
—¡Muuuy buenos días, escuchas! —dijo con voz animosa el locutor del programa.
Melquiades estiró los brazos y soltó un bostezo mudo para desperezarse. Se esforzó por atisbar la figura del sol: «¿Cómo saber si es un buen día? Hace años que esta niebla nos cubre.»
Se levantó y caminó hasta la mesita de trabajo. Puso el pulgar en un círculo de fibra óptica incrustado en la pared.
—Revisión de protocolo del sujeto, ¿iniciar? —preguntó la voz mecánica.
—¡Iniciar! —contestó Melquiades desganado mientras daba media vuelta e inclinaba la cabeza hacia adelante.
Un patrón de guiones y puntos brilló bajo la piel de su nuca. Un haz de luz salió proyectado hacia el extraño código y lo barrió varias veces. El lamento de la alarma cesó, y la luz roja y parpadeante de la mesita se tornó en una luz verde y perpetua.
—Niveles bajos de serotonina, interrupción periódica del sueño REM, presión sanguínea nivelada… —dijo la máquina en un hilo de voz—. Se recomienda la asistencia al centro de prevención.
Melquiades se sintió estúpido con aquella escena, despojado de toda privacidad. Odiaba a esas condenadas máquinas por existir, al gobierno por imponerlas y a la gente por aceptarlas. El chip no era mejor, siempre le provocaba una severa tortícolis.
Se enjuagó el rostro y se puso un grueso abrigo; no había tiempo, casi llegaba la hora.
—El ambiente favorece para que salga a pasear. Amanecimos sólo a menos ocho grados. No olvide abrigarse bien —dijo el locutor, que sonaba exageradamente eufórico.
—Ya cállate —dijo Melquiades.
El silencio y la penumbra reinaron en la menesterosa cabaña.
Salió a las frías calles, cabizbajo, como quien arrastra su ser sin otro aliciente que el de la inercia.
Justo al final de la avenida, en un punto de las afueras de la ciudad, Melquiades ralentizó su trote para averiguar el motivo de la creciente muchedumbre. La polución mermaba en esa zona, lejos de las gigantescas fábricas, por lo que le resultó más fácil distinguir a los agentes del departamento de prevención tras la fina niebla. Acordonaban un tramo de puente en el que un anciano, parado sobre el parapeto, miraba fijamente hacia abajo, al río de basura dónde antes solía correr el agua (o por lo menos eso le habían contado a Melquiades cuando era niño).
Una mujer con uniforme azul índigo se acercó despacio al anciano y le dijo algo. Melquiades se encontraba lejos cómo para oír. El anciano negó con la cabeza y se acercó al borde del parapeto. Pero la mujer dijo algo más, extrajo un objeto de su abrigo y lo levantó en dirección al hombre canoso. Una luz pálida surgió del objeto y se extendió sobre la palma de la mano de la mujer hasta formar la figura holográfica de una anciana.
—Mi amor, ¿qué tienes?, ¿por qué estás tan acongojado? —preguntó el holograma.
El anciano bajó del parapeto y cayó de rodillas frente a la mujer uniformada. Gruesas lágrimas invadían su rostro y violentos estertores su pecho: estaba devastado.
“Ese condenado chip”: pensó Melquiades antes de doblar la esquina.
Ya hace tiempo que estudiaba aquel procedimiento; la máquina descifra tu química corporal que el chip intracraneal acumula durante veinticuatro horas, y la reporta al departamento en el trascurso del día. Pero siempre se preguntaba cómo lograban intervenir a las personas que lo intentaban por las tardes o las noches, después de la lectura matinal obligatoria del chip. No sabía de qué forma, pero estaba seguro de que los vigilaban de otra manera.
Corrió hasta la biblioteca. Sabía que la actividad física elevaba la serotonina, así no levantaría sospechas y podría burlarlos por unas horas.
Equis, cómo se hacía llamar, lo esperaba en lo alto de las escalinatas con un maletín. Al llegar junto a él le estrechó la mano, echó un vistazo a los lados y lo condujo al interior de la biblioteca.
Se escabulleron discretamente por un pasillo con tomos viejos. Melquiades deslizó su índice por la áspera pasta de los libros de la sección mientras avanzaba.
— ¡Ah! —dijo con satisfacción cuando la bibliotecaria pasó a su lado.
Se detuvo brevemente en «¿Arboles frutales y coníferas de vuelta en las ciudades?: plan a largo plazo para protegerlos de la lluvia ácida», y siguió hasta «Catálogo de objetos prohibidos», cuya portada tenía impresa las imágenes de un cuchillo de cocina, una tostadora y un frasco con pastillas.
Cansados de fingir interés, caminaron hasta una mesa en un rincón.
—¿Por qué aquí? —preguntó Melquiades al tiempo que tomaba asiento.
—Nunca hay nadie —dijo Equis encogiéndose de hombros con mueca de indiferencia.
Puso el maletín sobre la mesa, lo indilgó hacia Melquiades y, como si se tratase de un precioso tesoro, lo abrió lentamente con aire de recelo. Un artefacto de tres metros de longitud, minuciosamente tejido, yacía en el forraje escarlata del interior.
A Melquiades le brillaron los ojos. Un rezago de saliva se le encharcó en la garganta.
“¿Será posible?”: pensó mientras tragaba.
—¿De dónde la sacaste?
—Eso no te importa. ¿La compras o no? —cuestionó duramente Equis.
—¿Y el devólver?
—Revólver —corrigió Equis, negando con la cabeza—. Me temo que era verdad lo que dijeron: los destruyeron todos.
Melquiades suspiró, estrechó el maletín contra su pecho y le pasó una ficha metálica a Equis, quien la escaneó con su teléfono.
—Todo correcto —dijo Equis mientras se ponía de pie.
Se inclinó levemente hacia Melquiades con gesto de cortesía y se marchó.
Melquiades entró a su habitación, se sentó en la cama y se desvistió. Puso el maletín frente a sí y lo contempló con veneración: era ahora o nunca. Extrajo el artefacto, sosteniéndolo con cuidado como a un jarrón chino, y…
—Mi amor, ¿Qué tienes?, ¿por qué estás tan acongojado? —dijo el holograma de una chica muy linda.
Le entró un escalofrío, el peor que haya sentido en su vida: “¿Cómo lo supieron?, ¿Cómo carajo me descubrieron?”
—¿Quieres hablar, mi amor? —insistió tiernamente la chica.
—Tú estás muerta, no eres real —murmuró Melquiades con amargura, con los ojos clavados en el piso.
—¡Arribo en tres minutos!, ¡repito!, ¡arribo en tres minutos! —dijo súbitamente la voz mecánica.
El holograma se desvaneció y dio pasó a una luz roja mortecina. La alarma berreó con su tono agudo.
—¡Cerrando suministro de agua y gas!: ¡hecho! —dijo la voz mecánica—. ¡Registro de objetos punzocortantes!: ¡descartados!
Melquiades se apresuró a desenredar el artefacto.
—¡Registro de estupefacientes!: ¡descartados!
Enredó el artefacto en su cuello y se acercó a la mesa de trabajo para tomar una silla.
—¡Registro de cables o cuerdas!: ¡un objeto confirmado!
Instintivamente, con los ojos bien abiertos y la mandíbula apretada, levantó la vista hacia el círculo de fibra óptica que lo escudriñaba perversamente, como un voyerista que husmea a través de los huecos de una pared. Volvió en sí y arrastró la silla hasta el centro de la habitación, echó el extremo del objeto por encima de la viga del techo, la anudó, se subió con premura a la tambaleante silla y… ¡crack!
Cuando llegó el equipo de prevención encontraron a un hombre que yacía en el piso, vistiendo únicamente su ropa interior, con una cuerda de yute alrededor del cuello y un chichón sanguinolento en la frente, provocado por el golpe de la viga rota, corroída por décadas de lluvia ácida. Proyectada sobre los confundidos agentes la luz roja que iba y venía; jamás habían visto una cuerda con sus propios ojos, pero sintieron un ligero alivio de no ser ellos los responsables de acabar con la racha mundial de veinte años sin muertes por suicidio, ese macabro acto que casi lleva a la humanidad a su extinción.
Eduardo Arias Avila