El reloj de juguete colapsa

Su mente acelerada creaba imágenes donde no existían.
Mientras se encontraba atado a la cama de hospital más sucia que pudiera haber imaginado, el sonido mecánico, frío y estridente de un taladro le penetraba mucho antes de que el mismo llegara a tocar su piel.

Se encontraba en la cama de sus padres, en la primera casa que tuvieron. Un bonito cuarto con aire acondicionado. Tenia la cama para él solo, el reloj de juguete estaba en medio del colchón, y él jugaba alegremente a armarlo. Por poco terminaba. Sólo una manecilla más… la televisión sonaba como una broca penetrando una pared de cemento. Alguien se asomó por la ventana. No era su padre. Parecía ser el monstruo verde que salía en la «Carabina de Ambrosio», aquel antiguo programa de televisión, pero no había manera de saberlo. Gritaba y agitaba sus manos. Era sólo un bebé por lo que soltó en llanto. Pero nadie acudió. El reloj de juguete se desarmó por completo. Por fin llegaron sus padres. Nunca supo qué fue lo que sucedió. Poco después volvió a soñar lo mismo, pero en la bañera.

Su cabeza vibraba pero solamente sentía un pequeño alivio, como cuando introduces un hisopo en tu oreja. Sólo que lo sentía en otro lado. En su sien. Quería gritar pero no podía.

Ahora estaba en el kínder, el zumbido era casi imperceptible, escondido en las alegres melodías del Duende Bubulín. Era Halloween. Estaba disfrazado de diablo. Su madre lo había llevado con una costurera. Habían pensado en todo, los cuernos de plástico, el traje rojo, con una colita cosida. Todos jugaban. Pero todos querían jugar con él. Hasta que uno de los niños que no tenía disfraz tuvo suficiente y le jaló la cola, arrancándseola. Las maestras regañaron al infractor pero no pudieron reparar su disfraz. La tristeza le inundaba. Su madre pudo arreglarlo en cuanto llegó a casa.

Sólo que ahora usaba el tridente de plástico para mantener las manos alejadas.

Si pudiera verse no podría reconocer cómo se movían sus ojos. Empezaban a sangrar. Pero la sangre aún no recorría la orilla. Aún no se volvía lágrimas. Una risa se escuchaba en el lugar donde deberían estar sus pies. No había manera de ver lo que su mente le tenía preparado, ni lo que tenía frente a su nariz. Sólo podía hacer una de las dos cosas. Y no era como que pudiera elegir.

Ahora estaba en el terreno de su abuelo. Allá por Cadereyta. Un día antes de entrar a la secundaria estaba acostado, mirando por la ventana, directamente hacia el huerto. Ahí aterrizó. Parecía ser una manta larga y ancha. Pero la manta se expandió y lanzó un sonido. Como el graznido de un cuervo. No sería la última vez que escucharía ese ruido en su vida, pero sí fue la última vez que le asustó. El sonido que emanaba de la criatura fue interrumpido por la carcajada a los pies de la sucia cama de hospital que parecía estar peor cada vez.

¿Quizá se había manchado de sangre?

El extraño sentimiento en su sien se volvía cada vez mas placentero, como rascarse en un lugar donde uno nunca se había rascado.

Ahora estaba en la sala del dentista. Sintió que no había ido muy lejos. Se sentía cómodo pero tenía miedo. El dentista le hizo un corte en la encía y sacó un poco de sarro. Lo disfrutó. Volvería cada año, cinco veces consecutivas.

Dejo de escuchar el taladro en estereo. Ahora escuchaba en monoaural. La risa parecía grabada por un artista de ASMR con bajo presupuesto.

Estaba con una chica. Estaba tan ocupado pensando cómo había tenido tanta suerte para que aceptara salir con él, tan preocupado que ni siquiera pudo disfrutar la noche. Ni en checar su billetera.

El zumbido se intensificó un poco. Seguía escuchando en mono, pero escuchaba más claro. ¿Había llegado al centro de su cabeza?

Podía ver la nieve. Nunca había visto nieve. Vio a su hermana. No había visto a su hermana desde que fue atropellada. Las huellas que dejaba en la nieve estaban manchadas de sangre. No debería sorprenderse. No lo hizo. Lo encontró un tanto cliché.

No había pensado en quién estaba maniobrando el taladro que penetraba su cabeza, pero no podía ser la persona que se reía de él a sus pies. Debería ser una persona con menos sentido del humor. Una persona con un poco más de respeto por la sangre. O un mudo.

Estaba en su primer empleo. Lo odiaba. Solamente miraba el reloj para ver a qué hora se iría a su casa. Hubiera sido bueno escuchar la risa a sus pies. Hubiera preferido que alguien se burlara de él. Pero en esa oficina, simplemente no existía.

Era imposible saber qué es lo que estaba saliendo del hueco que el taladro estaba haciendo en su cabeza, pero cualquiera hubiera dicho que eran sus sesos. Y absolutamente nadie puede decir lo contrario.

Todo se volvió negro. No se escuchaba nada. Pudo sentir cómo la broca salía de por encima de su oreja izquierda. Cuando el sonido se reanudó, lo hizo por el lado derecho. Estaba volviendo a empezar.

Era glorioso.

Traía puesto el traje que usó en su boda. Pero estaba en la facultad. Sentado junto a esa chica que nunca invitó a salir. Pudo ver su motocicleta afuera, esa que se compró cuando cumplió cuarenta. Estaba estacionada frente al salón de clases. Era raro verla fuera de su cochera. Era navidad. Estaba abriendo su Sega Genesis, nunca había sido tan feliz en su vida. Agradeció a su padre más de siete veces en ese día. Lejos de su hermana, claro. Ella aún creía en Santa Claus y todavía no la habían atropellado. Sonaba una canción. Era esa canción que lo seguía cada vez que le pasaba algo bueno. Sólo Dios sabe quién la canta. Estaba al lado de su esposa, en ese restaurant italiano donde le propuso matrimonio. Ella no aceptó, se carcajeó.

Logró reconocer la risa a sus pies.

Javo Monzón

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