“Nuestros pecados son testarudos, nuestros arrepentimientos cobardes;
Nos hacemos pagar largamente nuestras confesiones,
Y entramos alegremente en el camino cenagoso,
creyendo con viles lágrimas lavar todas nuestras manchas.”
Las flores del mal, Charles Baudelaire.
Rosita volvió a preguntarme que si lo había escuchado. Claro que lo hice, lo he hecho durante sesenta y cuatro años, siempre a tiempo, siempre a la misma hora, como relojito. Todos los que vienen a esta casa a visitarme me lo recuerdan, que les asusta, dicen. No entienden que lo conozco bien, mejor que nadie.
Hubo un tiempo en que me rogaron para que me fuera allá a México con ellas, pero yo no seré carga para nadie, aquí estoy bien, siempre he vivido aquí, aquí murieron mis padres y aquí me moriré yo también. Ahora vienen cada que sus atareadas vidas en la ciudad lo permiten, después de todo la madre en México es sagrada.
Nadie quiere nunca quedarse en los cuartos de la plata baja, que porque ahí se escucha como si lo tuviera uno al lado. Que habla muy bajito, como quejándose, que les pide agua, que sólo un vasito, que por caridad. Nunca les he contado la historia, ¿para qué? Ya son todas muy ateas, muy de ciencia, sólo a mis nietecitas les he contado algo, las niñas todavía guardan esa inocencia que les permite comprender que el mundo no es tan sencillo como sus padres piensan, y que esconde muchas cosas que a veces es mejor ni preguntar.
Cuando Dalia y María eran chiquitas también lo escuchaban, pero en ese tiempo yo todavía no me había aocstumbrado del todo, así que lo negaba, me daba verguenza pues, pensar en todo lo que pasó y cómo pasó. Pero el tiempo todo lo pone en su lugar y yo ya estoy muy vieja, así que ya puedo ir haciendo las paces y despidiéndome a gusto.
Nunca entenderán lo que fue pasar tanta hambre, tanto miedo, allá en los tiempos de la bola. Todos mis tíos andaban con los federales menos mi tío Gabino, ese se fue con los del Villa desde que merito comenzó el borlote. Recuerdo que se dejó de hablar de él aquí en la casa, como si no existiera, como si nunca hubiera nacido en la familia. La única que lloraba y lloraba y cómo se acordaba de él era mi mamá que en paz descanse; a veces a escondidas le enviaba cartas, que después nos enteraríamos nunca le llegaron al Gabino.
Mis abuelos siempre se sintieron orgullosos de su afiliación porfirista y cuando el general tuvo que irse a las Europas, paso poquito y se marchitaron de tristeza, creo. Pero lo peor vino después, cuando los rumores alertaban de la inminente invasión de los revolucionarios, que venían por el lado de Calera, que traían hartos trenes llenos de tropa y cañones y todo eso.
Fue entonces cuando mi mamá nos encerró a mí y a la prima Susana en un cuartito oculto que habían construido al lado del sótano. La casa de los abuelos que ahora es la mía, está en los confines del barrio “La Pinta”, que es uno de los más antiguos de aquí de Zacatecas pero que está muy cerquita del mero centro.
Cuando empezó todo este revoltijo de la bola, mi papá mandó construir ese cuartito en secreto, entonces si tú bajabas al sótano, que de por sí era bien grande, te encontrabas con un mar de tiliches que nunca acababas, nunca nadie se hubiera podido imaginar que detrás de uno de esos montones de basura y chatarra había una puertita, disimulada en la pared, como para enanitos. Ese escondite nos salvó a la Susana y a mí de ser violadas y de que nos hubieran hecho sus mujeres y nos hubieran llevado muy lejos con la bola.
Lo más terrible fue escuchar días y días de cañonazos ahí escondidas, sin saber nada de mis papás, hasta que en total silencio, casi siempre de madrugada bajaba mi papá y nos traía algo de comida, y se llevaba las cubetas que utilizábamos para hacer nuestras necesidades. Por la noche, las campanas de la catedral sonaban y sonaban, por tanto muerto sería. Y así pasaron hartos días hasta que allá arriba ya casi no se oían balaceras. Pero aun así ahí nos quedamos mucho tiempo, que porque los rijosos habían ganado y ahora Zacatecas era de ellos.
Así se nos iban los días a la Susana y a mí, rezando, cantando y durmiendo. Fue hasta como por julio que escuchamos un barullo ahí abajo en el sótano, reconocimos las voces de mis papás y con sorpresa, la de mi tío Gabino. Ahora era de los famosos dorados y andaba con el tal Benjamín Argumedo. Pudimos entender que habían escondido a un hombre que venía herido, que era uno de los amigos de Gabino desde que eran niños, pero le había tocado estar en el otro bando y según platicaban, los habían hecho pedazos allá cuando se escapaban por la salida a Guadalupe. Que habían puesto ametralladores y a todos los pelones que se estaban escapando por el camino los llenaban de balas, que hasta la tierra se volvió roja por tanta sangre. Decían que había hartos muertos por todos lados, y que los revoltosos andaban de casa en casa, buscando a los juilones que se escondían para fusilarlos.
Ahí nomás lo escondieron en el sótano, tenía herida una pierna y había perdido mucha sangre.
—Ahí se los encargo mucho —les había dicho el Gabino, y ya no lo volvímos a ver.
Después supe que se había ido con los de Villa hasta la capital, y que tiempo después había muerto en Celaya, peleando con unos que de Obregón. A mis otros tíos los habían matado en la toma de la ciudad, así fue como está familia se quedó sin hombres.
Al principio no deciamos nada, pero poco a poco fuimos agarrando confianza hasta que un día nos pusimos a platicar con él, bueno, más bien la Susana. Nunca lo vimos, pues él no podía moverse y nosotras estábamos detrás de la ventanita que apenas nos dejaba ver un montón de trapos viejos. Nos contó de dónde era, que si estaba muy asustado, que quería vernos las caras y agradecernos que gracias a nosotras no se aburría y no se sentía tan solo.
Tenía una voz muy varonil y luego, cuando andaba de buenas, se ponía a cantarnos.
“Volaron los pavo reales rumbo a la sierra mojada,
mataron a Lucio Vázquez por una joven que amaba.
Eran las diez de la noche, estaba Lucio cenando,
llegaron unos amigos, para invitarlo a un fandango.
Su madre se lo decía, cuídate de una traición,
Hijo, no vayas al baile, me lo avisa el corazón.”
Pasó el tiempo, y ya más o menos cuando andábamos por noviembre, mis padres dejaron de bajar al sótano, recuerdo que pasamos mucho susto, pensando en que tal vez ya nos los habían matado, y nostras ahí encerradas. Pero el que más mal la pasó el pobre Juvencio, que así mismo se llamaba. Porque su herida volvió a contaminársele, y sin alimento pues peor. Pero lo más penoso era la falta de agua. Nosotras tuvimos que recurrir a las cubetas con las que nos bañábamos, y así estuvimos tomando agua puerca de poquito en poquito. Pero no había forma de darle un poco al pobre muchacho.
Susana lloraba y lloraba, pues con el tiempo y entre tanta plática y plática, se habían enamorado esos dos. Y a mí en el el fondo me dolía, muy dentro mi corazón se retorcía escuchándolos hacer planes para cuando todo acabara, que a dónde iban a pasear, y que cuántos hijos iban a tener. Y a mí me dolía, porque yo también lo quería, pero nunca dije nada, ¿para qué?
Recuerdo que eso pasó allá como por navidad, después nos enteraríamos que a mis papás se los habían llevado a Aguscalientes, que para juzgarlos porque todos sus hijos menos uno habían sido de los federales, pero al verlos tan viejitos los dejaron ir pasando nomás unos días, pero como no tenían caballos ni dinero se habían venido a pie. Así que para cuando llegaron ya no había mucho que hacer.
Susana y yo estábamos flaquísimas pero al fin y al cabo éramos jovencitas, pero el pobre muchacho un día se cansó de tanto pedir agua y ahí mismito se murió. Fue cuando aprendí que cuesta mucho morirse, hablaba poco, cada vez menos y se retorció muchas horas, rogando bajito, como si estuviera soñando algo feo, luego se ponía a llorar y a rezar.
—Un vasito de agua, por caridad —decía.
Cuando llegó diciembre nos sacaron por fin, que ya había una convención muy importante en Aguscalientes y que ya no debíamos temer, aunque luego de ahí todavía nos tuvimos que esconder unas cuantas veces más, pero nunca por tanto tiempo como aquél año, y nunca más en el cuartito del sótano, que de ahí pal real tuvo ocupación. Pues al soldadito nunca lo sacaron, llenaron el cuerpo con cal y ahí lo arrumbaron en secreto, quesque porque si alguien se llegaba a enterar habría un gran problema.
La Susana se quedó loca y la regresaron a Valparaíso con su familia, después me enteraría que la habían matado en una iglesia cuando lo de la cristiada. Así que cuando mis padres murieron ya sólo quedé yo en esta casa, bueno, yo y el Juvencio. Y me había enamorado tanto de él, que nunca le dije a Roberto, el papá de Dalia y María que ahí estaba el Juvencio. Tantos años que lo escuché pidiéndome agua allá abajo, y Roberto me decía «aquí asustan, pues ¿quién se murió aquí?» Y yo le decía que nadie, que qué locura era esa.
Con el tiempo me enteré de quién era su familia aquí en Zacatecas, vivían allá por la salida a Bracho. De cuando en cuando me hice amiga de sus hermanas y de su mamá, nos acompañábamos en las morismas y en las romerías, nunca les dije que el Juvencio estaba allá abajo, ¿para qué?
Ese es el que te pide agua. No me he atrevido a abrir otra vez el cuartito secreto, me da miedo que me vaya a reclamar por nunca haberlo sepultado. ¿Sacarlo?, no, ¿para qué? Capaz de que se me va y me quedó sola, sin escuchar nada.
Al menos éste me pide agua, que nomás un vasito, que por caridad.
Ernesto Moreno