Durante la madrugada, supongo, nos llegó el comunicado. El tan anhelado comunicado oficial: terminaba el confinamiento.
No quise despertar a Blanca, la vi tan apaciblemente dormida con Ania acurrucada en sus brazos que decidí dejarlas descansar a sus anchas en el dormitorio del sótano mientras me preparaba una taza de chocolate; el café se terminó en el envase hace meses, en los campos de cultivo hace años. Enciendo el ordenador.
Anoche fue una mala noche como tantas otras, deseábamos que fuera la última del tan alargado encierro. Sí, fue la última para los vecinos, supongo casi con seguridad; sí, fue la última del confinamiento al parecer para nosotros. Nos habían ordenado que apagáramos la luces, como tantas veces, se esperaba un rebrote en nuestra vecindad. Como siempre, hay gente incrédula a pesar de las evidencias, qué le vamos a hacer. Me siento frente a la pantalla de la computadora mientras el par de gatos deambulan por la sala en busca de su almuerzo. Espero que los páneles solares carguen las baterías; el chocolate ya está caliente; aguardo que la comunicación se establezca; creo que queda un trozo de pastel; ahora a esperar a que se estabilicen los baudios en la fibra óptica. Han encontrado, Mitzi y Covi, sus juguetes y ronronean sabiéndose dueños de su territorio. Al menos ellos lo son.
Anoche Blanca regresó del sótano después de haber dormido a Ania. Celebramos su sexto aniversario con un pastel que preparó la mujer de la casa. Charlamos como hace tiempo no lo hacíamos: a la luz de una vela minúscula que alumbraba nuestras copas de vino. Tinto y añejo como el maldito encierro. Recordamos el nacimiento de nuestra hija en el mundo precuarentena. No, sin el efecto del alcohol no tiene ni caso recordar aquel mundo. Seis años de nuestra hija y la mitad de ellos viviendo en confinamiento. Los gatos pararon sus orejas y aquietaron sus colas. Viene el rebrote dijo Blanca con voz temblorosa mientras extinguió la flama de la vela. Los gatos corrieron a la puerta principal y arañaron el piso. El contagio estaba cerca.
El comunicado dice que en nuestro sector es seguro salir ya. Lo de siempre: extremando precauciones, haciéndolo con cautela, al menor indicio de contaminación regresar al confinamiento y reportarlo. Lo de siempre, lo de siempre. Abro el protector de la angosta ventana vertical al lado de la puerta. Una luz lechosa inunda la sala, tal vez sea mediodía. Anoche lo único que nos dejó ver temprano, antes del ataque, fue las casas de los vecinos, justo las dos que quedan frente a la nuestra, con luces encendidas y un aparato de música que se escuchaba hasta nuestra cocina. Mucho tiempo sin oír música a ese volumen. Mucho. Habían decidido adelantar la celebración de una libertad no oficial. Qué necesidad. Qué necedad.
Un beso y un hola, cariño, son el saludo de Blanca. Se sienta a la mesa y ve con temor en su cara modorra la ventana abierta. Se encoge en la silla con su suéter de mangas muy largas. Le sirvo chocolate y le acerco el pedazo de pastel que sigue en la mesa. ¿Duerme? No contesta, comienza a juguetear con el trozo de pan. ¿Abriste? Sí. Veo que se estremece. Los gatos buscan el aire del exterior, se asoman al antepecho de la ventana. ¿Dormiste bien? No.
Y me queda claro el motivo de su mal dormir. El libre albedrío siempre nos ha distinguido como especie, no puedo afirmar que nos haya distinguido en buen modo, pero en mí fue lo que hizo que me quedara viendo por esa tronera al exterior. Apenas unos minutos después de haber apagado la vela, las sigilosas sombras en enjambre rodearon ambas casas iluminadas por fogatas y llenas de ruidos en extremo. Blanca huyó al sótano. Siempre he sabido que el gobierno central sugiere, el pueblo presiona, el individuo decide. Y nuestros vecinos decidieron mal. Los bichos rodean la casa. Sé que sus hijos son mayores que Ania, púberes y adolescentes, también sé que ellos perdieron muy temprano familiares queridos. La copa sigue en mi mano. Apagaron las luces y el equipo de sonido. También reconozco que el encierro afecta, algunos más, a otros menos. Vacío la copa. Muy tarde, ya para qué. No los culpo, nunca los culpo, a nadie. El asedio es cauteloso al inicio. He sabido de gente que simplemente en pleno rebrote salen y buscan el contagio. Algunos salen para enfrentar la consecuencia de sus acciones. Ya por hastío, ya por estupidez, ya por deber, o quizá por dejar más alimento a sus seres queridos o, los más viejos por extrañar su mundo que ya no existe; o los más jóvenes que quieren para sí un mundo que aún no decidimos a quién pertenece. El contagio inicia, los gritos también, y somos testigos, yo y mis gatos. Aullidos a oscuras. Arrepentimientos tardíos. Los felinos se ponen frenéticos y me encuentro incapaz, ya por miedo, ya por morbo, de cerrar la ventana. Adivino sombras mientras sostengo, después de volverla a llenar, la copa casi vacía en mi mano inmóvil; los gatos chillando lo mismo que los vecinos que aún quedan, me recuerdan algún accidente de gente que recolectaba gasolina de una toma clandestina cuando todo salió mal. Mi mano sobre la cerradura electrónica de la puerta, las mascotas ansiosas esperando que la active. Siento el impulso de hacerlo mientras el frenesí cruzando la calle se ha calmado un poco. ¡Marte! Blanca me despierta de ese extraño embrujo, me detiene la mano mientras me retira de la puerta. Los gatos le gruñen con colas y pelo erizados. Golpea mi pecho, mi brazo, mi espalda. Estalla en sollozos mientras ambos estamos hincados en el suelo. La copa se ha hecho añicos. Los gatos se pierden malhumorados. Las luces de los drones anticontagio se hacen cargo. Son eficaces y el riesgo, después de cumplir su cometido, queda conjurado. Mala noche.
¿Despertamos a Ania? No, la vez anterior que lo intentamos no pudo dormir en una semana. Lo sé, el anterior fracasado desconfinamiento quisimos llevarla al exterior, pésima idea. Blanca y yo nos animamos hoy, ella sin mucho convencimiento, ya hemos pasado por esto. Aquella vez Ania entró en pánico, lloró, pataleó, incluso mojó su ropa, se quedó a resguardo acompañada de las mascotas. No es su mundo. Abro la puerta y dudo que sea el nuestro, los gatos han salido corriendo, tal vez sí sea el de ellos. Ha llovido y la hierba es muy alta. Agradezco eso porque no veremos las huellas del contagio de anoche. El universo plagado de olores que me parecen nuevos, los árboles al fondo de la colonia han crecido enormes, casi tan alto como las torres que sostienen los cables que antiguamente conducían electricidad. El cielo sigue opaco, una luz blanquecina lo baña todo. Silencio. No hay festejos, no hay sonidos, no hay gente. Lo que si alcanzamos a apreciar son cuerpos, algunos humanos, otros no, que penden de aquellos cables de las torres metálicas. El rebrote ha sido cruento. Para ambos bandos.
Hemos regresado a casa después de haber dado un muy corto paseo. Nos hemos vuelto a encerrar con todos los biocandados activados de nuevo. No sé, tal vez sea la costumbre; los gatos también regresaron junto con nosotros después de explorar por su cuenta, ahora que lo pienso ellos jamás habían salido; tal vez sea mi pesimismo; no han querido comer; o simplemente que no creemos en tanta belleza de un mundo limpio después de todo lo que le hicimos. Los noto raros, huraños, los ojos, casi podría asegurarlo, de otro color. Un mundo sin riesgo para nosotros… no lo creo.
Los candados se han activado.
Gatos con pelo erizo.
Samuel Carvajal Rangel
Me mantuviste en vilo en todo tu relato!! En cierta forma, me partió un poco el corazón la historia de esta familia… Porque en el fondo, tu historia habla un poco, de una forma atenuada de la situación que estamos viviendo en encerrados en nuestras casas… Y luego hay desconfinamiento y luego rebrotes… Este año parece de pesadilla y yo solo espero que termine pronto. Un abrazo desde México!! 🤗
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Gracias por tu lectura y tu comentario.
Esperemos despertar con bien de esta pesadilla.
Un abrazo.
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