El mejor día de su vida

A la memoria de Mauricio Ortega Silva

Amanecía como un día más. O al menos, la algarabía en la casa de los González era la de siempre. Más, si se tenía en cuenta que los cuatro hermanos estaban de vacaciones.
—¡Yo quiero mi tostada con mantequilla de maní, yo quiero mi tostada con mantequilla de maní! —decía una entusiasmada Berta, de unos diez años y cabello castaño muy largo, recogido en una trenza; con el rostro cubierto de pecas y unos ojos grandes de color miel.
—Prepáratelas tú, que para eso estás grandecita —le respondió su madre con carácter, untando unas tostadas con mermelada de fresa.
—No es justo, ¿por qué a Pipa sí le preparas sus tostadas y a mí no?
—Porque Pipa tiene cinco años menos que tú —sentenció su madre con rotundidad. Pero le alcanzó las tostadas y el tarro de mantequilla de maní con una sonrisa—. Anda, no seas pesada, tus hermanos también se preparan el desayuno solitos, y eso que Arturo tiene un año menos que tú.
Berta frunció los labios, pero comenzó a untarles mantequilla de maní a sus tostadas.
—Está bien, pero si me las acabo, ¡no me regañes!
Su madre la despeinó con cariño.
—¿Llevarán a Pipa al parque después de desayunar?
—Ya te habíamos dicho que sí —contestó una voz masculina desde lo alto de las escaleras.
Se trataba de un adolescente, un chico de rodillas huesudas y cabello despeinado color café, piel tostada y ojos almendrados. A su lado, un niño con gafas y cabellera azabache miraba al comedor con apetito.
—Buenos días, mis niños —los saludó la madre y aguardó a que bajaran las escaleras para darles sus besos de la mañana—. ¿Cómo durmieron?
—Bien, mamá —contestó el mayor de los cuatro, Jaime, el de las rodillas huesudas—. ¿Ya está lista Pipa para ir al parque?
—Bueno, ¿pero cuál es la prisa? Siéntate a desayunar por lo menos una tostada.
—Totaa, totaa —repitió Pipa muy contenta, embarrándose toda de mermelada de fresa al querer llevarse a la boca una tostada, con sus deditos retorcidos y encogidos por la distrofia muscular que padecía.
—Es que quedamos de vernos con los demás a eso de las nueve de la mañana para jugar deslizbol —protestó Jaime todavía de pie. Su hermanito, Arturo, ya se había empacado tres tostadas con mantequilla de maní y mermelada de fresa. Berta, por otra parte, iba por la cuarta—. Y ya son las ocho y media…además, no tengo hambre.
—Pero hijito, estás muy flaquito… ¿qué va a decir la gente? Que soy una madre desnaturalizada que no te alimenta bien… Anda, cómete aunque sea dos tostadas.
Jaime gruñó algo inteligible, pero se sentó a la mesa y comenzó a prepararse su primera tostada. Mientras, su madre limpiaba la carita de Pipa con infinito amor. En ese preciso instante, un perrito mecatrónico hizo su aparición en la cocina, ladrando y moviendo la cola, haciendo que la pequeña Pipa diera un gritito de la emoción.
—Hola, Punkis —lo saludó Berta dándole de palmaditas en un sensor que tenía en la espalda—. Vamos, ve y haz feliz a Pipa en lo que nosotros terminamos.

Obediente, el can fue y se puso a brincotear alrededor de la silla de ruedas de Pipa, a fin de distraerla para que su mamá pudiera darle de comer de forma más eficaz. Pronto todos estuvieron desayunados y cambiados para irse a jugar al parque; y es que para la pequeña Pipa, que se la había vivido en hospitales y su casa desde que naciese, la experiencia iba a ser completamente nueva: los rayos de sol, los pajarillos cantando, las ardillas correteando por todas partes.

—Son tu responsabilidad, Jaime —le dijo su madre muy seria—. De todos modos, cualquier cosa estoy en el piso de abajo, lavando y planchando ropa. Si necesitas algo, vas y me buscas en casa de la señora Martínez.
—Mamá, ¿por qué la señora Martínez no tiene una lavadora y una planchadora automáticas? —preguntó Arturo con lógica.
—A saber, Arturo, pero si las tuviera, mamá no tendría trabajo, así que da gracias —respondió Berta como toda una catedrática.
—Y recuerden, Punkis está conectado a Pipa, así que si ella necesita algo, bastará con que le vean los ojos al perro.
—Sí, mah —corearon los tres a un tiempo.
—¿Están seguros que recuerdan toda la iconografía de Punkis con Pipa…?
—Mamá, Pipa estará bien —le garantizó Jaime—. Todos tendremos un ojo puesto en ella, mientras se dedica a tomar un rico baño de sol y ver cómo le pasan muy cerca las ardillas.
—¿Y si estas le muerden los deditos de los pies? —se alarmó de repente la madre de los niños—. No, creo que lo mejor es que Pipa se quede conmigo y…
—¡Mamá! —protestaron todos a la vez, incluso Pipa frunció el ceño.
—Punkis no lo permitirá —habló Berta—. Está programado para cuidar y hacer feliz a Pipa, él no dejará que las ardillas le hagan nada. Además, estas son muy cariñosas y nobles, si lo sé yo que les he dado de comer un montón de veces.
Su mamá suspiró.
—De acuerdo, llévensela, pero tengan mucho cuidado. Berta, recuerda que hay que estarla cambiando de pose y…
—¡Adiós, mami! —exclamaron los niños a coro, antes de correr al elevador con Punkis pisándoles los talones

Aquella mañana fue perfecta: Jaime, con sus botas especiales que lo hacían levitar unos centímetros en el aire, jugó deslizbol hasta la saciedad; Arturo se dedicó a hacerle un barquito de ramitas sueltas a Pipa quien, recostada sobre una manta y un almohadón, disfrutó de los rayos solares sobre su frente, de un pajarillo que se le fue a posar sobre la cabeza (y que Punkis espantó de inmediato) y de unas ardillas que se acercaron para que las acariciara, incitadas por Berta.
—¿Qué envió mamá para comer? —preguntó Jaime a su hermana quien ya extraía las provisiones de la gran cesta. A unos pasos, Pipa se había quedado dormida con una sonrisa en los labios—. Me muero de hambre…
—Espérate, primero le vamos a dar a Pipa —atajó Berta dándole un manotazo a su hermano, al ver que este quería servirse un vaso de jugo de naranja de la gran garrafa que su madre les había puesto—. A ver, acomódala en su silla para que yo pueda darle de beber el jugo.
Jaime se aproximó a la manta y se arrodilló al lado de su hermanita pequeña. Colocó una mano sobre su hombro y lo movió despacio, mas Pipa siguió durmiendo plácidamente.
—Hey, Pipa —la llamó—. Pipa, es hora de almorzar… Vamos, si no te despiertas me voy a tomar tu jugo… —la sacudió con más fuerza—. ¿Pipa? —repitió, esta vez preocupado, al notar que ni la expresión de la niña variaba—. Pipa, abre los ojos, es hora de que tomes tu almuerzo…
—¿Qué sucede? —preguntó Berta acercándose, en una mano llevaba un vaso con figuritas de animalitos pintados en él.
—Berta, algo va mal con Pipa —respondió Jaime levantándose.
Buscó con la mirada a Punkis, y lo encontró metros más allá, congelado a mitad de un paso. Corrió hacia el animalito robótico y al fijarse en la pantalla de sus ojos, sintió que el alma se le caía a los pies. Ahí, parpadeando de forma intermitente, había un corazón rasgado a la mitad.
—No… —balbuceó el adolescente, horrorizado—. No, Pipa no….
Corrió de vuelta a donde estaban sus hermanas, y dejándose caer al lado de Pipa, comenzó a masajearle el área del pecho donde estaba el corazón, igual a como había visto hacerlo en la tele a muchos sujetos.
—¿Qué sucede, Jaime? —preguntó Berta confundida—. ¿Qué viste en los ojos de Punkis?
—¡Arturo! —llamó en cambio Jaime, haciendo caso omiso de Berta quien, dejó el vaso en el césped y fue hacia donde Punkis estaba paralizado—. ¡Arturo, ve y trae a mamá! ¡Rápido!

A continuación se oyó el grito desgarrador que brotó de la garganta de Berta. La niña se dejó caer de rodillas agarrándose la cabeza con las manos, llorando a mares y llamando a Pipa sin descanso. A los segundos siguientes se había formado un corrillo de gente alrededor de la tumbada Pipa y su hermano, el cual, se había dado por vencido y lloraba con las manos cubriéndole el rostro. Para cuando su madre y su hermano llegaron, el cuerpo de Pipa comenzaba a enfriarse.
—¡No! —gritaba la madre, tendida sobre el ahora cadáver de su hija pequeña—. ¡Mi Pipa no puede, no todavía! ¡Pipa, Pipa, Pipa!
—Mamá… —intentó consolarla Jaime, pese a su propio sufrimiento.
—¡Cállate! —rugió ella histérica—. ¡Ustedes tres tienen la culpa, me convencieron de sacar a mi Pipa de su entorno seguro!
—No, mamá —se defendió Jaime—, nosotros sólo te convencimos de darle un día de vida a Pipa, porque en lo que tú la tenías… el hospital y la casa… no era vida. Era cuestión de tiempo, los doctores ya te lo habían dicho: Pipa iba a morir.
—Acarició a las ardillas —llegó hipando una sollozante Berta.
—Y yo le hice un barquito con ramitas —agregó Arturo con los ojos acuosos, pero sin derramar ni una sola lágrima.
—Y por lo visto, disfrutó mucho del sol —apuntó Jaime indicando con un dedo la perpetua sonrisa grabada en los labios de su difunta hermana—. En resumidas cuentas, creo que le dimos a Pipa el mejor día de su vida.

La madre no los miró, simplemente se limitó a acariciar los cabellos rizados de la menor de sus hijas.
—Sí, creo que sí —dijo, y derramó más lágrimas sobre su frente.

 

Teresa Araceli Huerta Ortega

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