5
Contrario a lo que había anticipado, el mar no estaba congelado ahí donde el sol crepuscular iluminaba débilmente el Muro Blanco del Oeste. El “Ouroboros” avanzó sin dificultad hasta donde empezaba abruptamente la plataforma continental. Los tornillos gemelos que lo propulsaban bajo su casco hendieron el fondo rocoso y se encaramaron en la playa cubierta de guijarros. No soplaba viento y por encima de las montañas heladas y el glaciar que dominaba todo el horizonte, en el cielo añil que los cubría se percibían esos diminutos puntos de luz llamados estrellas.
Los marineros bajaron de la nave vestidos con gruesos abrigos. Algunos eran hombres de largas barbas canosas y piel renegrida por una vida en altamar, otros eran mercenarios que se habían enlistado atraídos por una buena paga y entre ellos, también había mujeres retiradas de la milicia, que cargaban arcabuces a la espalda y mostraban en su cara las cicatrices de la guerra. Los más jóvenes cargaban pesados bultos con los que levantarían el campamento e instalarían los instrumentos de medición. Todos portaban en sus cinturones una lámpara de piedralumbre para iluminarlos bajo aquella luz espectral, proyectada por el reflejo de la luz del sol naciente sobre muros de hielo, que varias generaciones atrás sólo hubieran conocido una oscuridad y un frío que parecieran eternos.
Eloise supervisó a quienes retiraron la lona que protegía la sonda. Nadie había construido jamás una máquina como esa: parecía una cabina de aeróstato, construida completamente de metal, en cuyo cono frontal se apreciaban unas pequeñas ventanillas hechas de diamante translúcido, y en la parte posterior, varios cilindros terminados en toberas forradas de cerámica. La única entrada, una escotilla lateral, cedió cuando la alquimista giró el volante para abrirla. En el interior los instrumentos parecían en orden después del largo viaje. Tendría que revisarlos al inicio de la jornada siguiente y calibrarlos de nuevo sólo para asegurarse una vez más de lo que ya sabía.
Mindanao se había puesto una casaca larga, el frío no parecía afectarla del mismo modo que al resto de la tripulación pero era evidente que se sentía más cómoda abrigada. Desembarcó de un salto sin usar la escalinata y sonrió al verse ante la extensa playa oscura. Recogió un guijarro plano y se lo llevó a la boca. El agua ahí era menos salada que en mar abierto, por lo que supuso que el glaciar se estaba derritiendo.
Eloise se colocó a un lado de ella, vestida con un grueso abrigo y llevando una lámpara al cinto y otra en la mano. Un grueso gorro de lana le cubría la cabeza y las orejas, y no pudo disimular un escalofrío.
—El borde del mundo… —Mindanao se rió entre dientes— oscuro, frío y mostrando sus grandes colmillos blancos… como un muerto, ¿no? —Eloise no le regresó la sonrisa.
Al cabo de un duodécimo y medio, varias tienda de campaña ya estaban instaladas, cada una iluminada por un poste en cuya parte superior brillaba una piedralumbre, y en su interior, los braseros ya le proporcionaban calor a quienes se habían retirado. El Tiempo del Descanso (que duraba un tercio de jornada) ya había comenzado cuando Mindanao ordenó que el primer turno de centinelas se prepararan y los otros dos se retirasen a descansar. Varias mujeres y hombres armadas con arcabuces y pistolas establecieron un perímetro alrededor del campamento, cuya retaguardia daba al “Oruboros” y al mar.
Eloise pudo haber elegido dormir pero acostumbrada a tomar parte del Tiempo de Descanso para completar sus deberes desde la Academia, no tenía sueño. O tal vez aún se encontraba en el estado de excitación propio de quienes están a punto de logra un objetivo largamente planeado. Su tienda era una de las más cercanas al barco. Le habían ofrecido que durmiera a bordo en su camarote, pero estaba harta del encierro. Además para ella, acostumbrada a una vida bajo el sol, tratar de dormir en una oscuridad tan densa le había causado tal angustia, que sólo el fantasear con la gloria del descubrimiento le dio un poco de sosiego.
Finalmente, cuando en su cronómetro vio que iniciaba el segmento marcado por la vaca solar, cerró los ojos y durmió.
6
Eloise no escuchó los lejanos gorjeos y trinos que los centinelas achacaron a desconocidas aves marinas. Tampoco supo de la sensación de miedo primigenio que sintieron las mercenarias más experimentadas cuando una vibración casi imperceptible atravesó las suelas de sus botas de piel.
La despertó el primer disparo y los gritos, primero de alarma y luego de terror, de los dos centinelas más apartados del campamento. De un salto se puso de pie y se vistió con el abrigo, llevando en la mano la lámpara. Soltó los cordones de la entrada de su tienda de un jalón y entre la penumbra y la iluminación que proporcionaban los postes, vio a la tripulación en caótico frenesí. Unos corrían al barco, otros gritaban y otros disparaban hacia la oscuridad, de donde una cacofonía de galopes, chillidos y siseos sustituía al silencio que los recibiera antes.
Los bramidos de las armas de fuego relampagueaban en la noche, y entonces su cerebro captó, en una imagen congelada en un instante, lo que estaba pasando.
No era posible contarlos pero las cosas que estaban atacando las tiendas y a los marineros más alejados del barco, evidentemente en algún momento de su evolución habían sido pájaros. Las largas patas palmeadas y rapaces, hechas para correr, cargaban un cuerpo robusto, alargado y seguramente con un alto porcentaje de grasa, cubierto de plumas níveas por debajo y oscura por encima, de apariencia tersa, similar a la de los pingüinos. Sus alas se mantenían extendidas a los lados, aunque también como las de aquellos, jamás podrían servir para volar, sólo para dar estabilidad al nadar. Un pico de bordes afilados como espadas y tan largo como su brazo, daba chillidos y estocadas que con un veloz giro de su cabeza partieron en dos a una de las marineras después de que ella fallara al descargar su arma sobre el ave.
Pero lo más espantoso no eran aquellos animales, sino los seres a los que servían de montura: Había un rasgo humanoide en el torso, brazos y piernas de los jinetes, pero tenían un hocico alargado lleno de dientes, y grandes ojos guiados por pupilas reptilianas, convertidas en rendija debido a la naciente presencia de luz solar. Sus cabezas y brazos estaban cubiertos de plumas, cuyo color no podía distinguir en la penumbra, pero que de haberlas examinado en un laboratorio, habría descubierto que eran brillantes: blancas, amarillas, rojas y azules. El jinete dio un mandoble con una especie de porra a la víctima de su montura, haciendo que por un instante, aquel cuerpo erguido no tuviera cabeza, sino una corola de astillas de hueso y sangre en pleno florecimiento, antes de caer.
Eloise dio media vuelta y corrió, ignorando los gritos de las marineras que ordenaban formaciones de ataque y llamaban a voces en la oscuridad, sin saber quiénes estaban vivos y quiénes no. La lluvia de disparos que al principio pareció venir de un interminable escuadrón de fusilamiento, empezó a espaciarse y ser sustituido por rugidos y chillidos. La escalinata del “Ouroboros” estaba a un par de docenas de pasos, pero aunque corría con todas sus fuerzas, sentía que jamás llegaría, conforme el trote de las monturas de los salvajes aumentaba su fragor. No quiso voltear y no iba a detenerse para descubrir a qué distancia estaba de ellos. Un joven marinero la rebasó: le faltaba un brazo, pero corría torpemente. Cayó de bruces y Eloise no quiso saber si había tropezado o había muerto desangrado.
Entonces se percató de que Mindanao estaba alcanzando la orilla de la playa y de que, definitivamente, los alaridos de las criaturas superaban los esporádicos disparos a cada paso que daba. Finalmente la baranda de la escalinata estuvo a su alcance y le gritó a Mindanao —¡Hay que volver!
Mindanao, que tenía el agua hasta la cintura y cuyas agallas aleteaban como si le faltara el aire; volteó y miró a su matrona jadeando y sonrió burlona, enloquecida de miedo — ¡Suerte con eso, hermana!— Gritó antes de echar una mirada hacia atrás. Sus ojos se abrieron descomunalmente por el miedo y Eloise pudo ver en aquella cara toda la herencia anfibia que las híbridas de su clase ocultaban con el maquillaje, la ropa, los modales y el lenguaje. Luego, como las sirenas de las leyendas, Mindanao se clavó con los brazos al frente y alcanzó rápidamente el límite entre las aguas bajas de la playa y el abismo oceánico para sumergirse en él.
Eloise perdió de vista a Mindanao pero de haber podido seguirla se habría dado cuenta que efectivamente las aletas de los pingüinos gigantes estaban adaptadas para nadar, y que una docena de ellos, desprovistos de jinetes, esperaban con las fauces dispuestas para comerse cualquier cosa que fuera más pequeña que ellos. Mindanao fue embestida desde las profundidades negras por un pico afilado que tomó una porción de su seno y hombro; después otro torpedo de músculo arrancó su pierna, y cuando su sangre perfumó la hondura, lo último que vio fue una bestia dirigiéndose a su cara con las fauces abiertas, y en cuyas mandíbulas se desplegaban miles de púas diseñadas para desgarrar el alimento.
Cuando Eloise alcanzó la cubierta del barco giró sobre sí y vio que de la tripulación sólo quedaban vivas algunas milicianas a las que los salvajes aporreaban en el suelo con sus mazas de piedra, ahogando sus gritos. Eran muchos, algunos aún cabalgaban, revisando entre los heridos a quienes estuvieran agonizando; otros examinaban las tiendas derribadas y pudo ver que uno de ellos examinaba con curiosidad una piedralumbre que había desmontado del poste caído. Su espantoso rostro grisáceo, cubierto con estructuras que parecían en parte escamas y en parte plumas, estaba marcado con cicatrices rituales; de su cuello colgaba una gargantilla hecha de huesos y conchas, y en su cabeza, una cresta ósea estaba pintada de brillante color verde. Uno de los salvajes bufó y siseó y entonces Eloise se dio cuenta que ya la habían visto.
¿Podría hacerse a la mar ella sola? Imposible, se requería de buena parte de la tripulación para echar a andar las máquinas, y al mismo tiempo de una capitana que supiera cómo maniobrar el barco para echar los tornillos propulsores en reversa y después tomar rumbo. ¿Atrincherarse en el puente y esperar a que se fueran? Las criaturas ya estaban corriendo hacia el barco, y no sabía si podría llegar hasta allá antes que ellas. Y de hacerlo, eso la dejaría encerrada sin comida por el tiempo que los monstruos la asediaran. Dio media vuelta y corrió por la cubierta, perseguida por gorjeos asesinos.
Entonces vio la sonda. Tal vez no sabía pilotar un barco, pero sabía operarla. Era su única oportunidad.
Cuando giró el volante de la escotilla, toda la cubierta vibraba con los pasos apresurados de los salvajes. Entró sin voltear y giró de nuevo el volante, asegurándolo para que fuera imposible abrirlo. A los pocos segundos escuchó los golpes de las mazas en la superficie del aparato, y sintió como retumbaba al ser atacado. Se metió en el overol hermético, se sentó en el sillón de mando y giró la llave que dejó pasar el combustible a las cámaras de arco eléctrico. Dos interruptores gemelos y una chispa iniciaron la reacción de combustión, liberando en un instante una llamarada que ninguna piedralumbre del mundo hubiera podido desprender en tan poco tiempo. “¡Quémense, malnacidos!” pensó Eloise cuando el rugido de los motores de hidracina apagó el aullido de los salvajes, impulsándola violentamente hacia la popa del barco.
Como un cohete de artificio con sus alerones ajustados, la sonda se elevó en un estallido de fuego, incendiando la cubierta de madera y derribando el costado del puente del “Ouroboros”, mientras su destello iluminaba a los monstruos que habían sobrevivido chamuscados o que seguían en la playa.
Para los hijos de los hijos de los jinetes emplumados, aquella columna de fuego sería recordada como una más de las señales de la muerte de la noche, del derretimiento de los glaciares que habían marcado el siguiente despertar de su raza.
7
La sonda siguió subiendo. Eloise llegó más alto de lo que ningún aeróstato había llegado antes. El sol, más allá del borde del extenso océano azul oscuro, la saludó.
Intentó ajustar los alerones. Si se ponía en dirección al sol, podría regresar a Bahía Blanca, o al menos acercarse a mares en los que transitaran rutas comerciales. Había consumido la mitad del combustible en el despegue, y empezaba a sentirse mareada. Pero no podía perder el conocimiento. Giró los controles, pero el cohete no cambió de posición. Vio un halo delicado en el horizonte del mundo, y arriba de él, aquel cielo negro de las leyendas, en donde millones de docenas de pequeños soles brillaban, y se percató de que las ventanillas de diamante estaban escarchadas de hielo, y del vaho que salía de su aliento.
Insistió de nuevo con los alerones, ¿No se suponía que el mundo flotaba en un mar de éter, que en teoría se debería comportar como un gas muy ligero? ¿Serían los alerones capaces de sustentarse en él si lograba moverlos? Pensó en apagar los motores e intentar planear pero si ello no resultaba, se precipitaría hacia la superficie del mundo… lo cual no sonaba tan mal, si lograba con ello caer entre esos monstruosos habitantes del Muro Blanco, y matarlos a todos.
Pero ella no era una militar, era una astrónoma alquimista, su vida estaba destinada al estudio, al conocimiento y a descubrir la verdad.
De pronto, el rugido de los motores pareció amortiguarse, conforme el combustible pasaba del punto de no retorno sin que lograra cambiar de dirección. Entonces, sin que hubiera sido capaz de predecirlo, sintió que sus brazos, sus piernas y su cuerpo entero, se habían vuelto livianos. Su cabello comenzó a flotar como si se hubiera sumergido en un agua gaseosa, y se dio cuenta que toda ella flotaba.
¡Qué descubrimiento tan maravilloso! El cohete dejó de rugir cuando los motores se apagaron, aunque aún tenía combustible, y Eloise sintió que la aeronave comenzaba a rotar suavemente, inclinando el cono de la cabina de mando hacia abajo, pero sin que ella se viera afectada. El casco de la escafandra cruzó por un lado de Eloise y aprovechó para sujetarlo y ponérselo, antes de que el frío aumentara más.
La cabeza le empezó a doler. Sintió el sabor ferroso de su sangre en la boca. Debajo de ella, el mundo se le mostraba a sus pies, una superficie circular, en cuya mitad iluminada desde hacía miles de generaciones, reconoció la silueta de huracanes monstruosos y de los territorios que tantas veces había dibujado mientras estudiaba cartografía. Unas lágrimas se acumularon entre las pestañas del ojo izquierdo, y no podría limpiárselas sin quitarse el casco, fuera del cual ya empezaba a formarse hielo en donde antes se hubiera formado condensado.
Eloise se impulsó para ver mejor el mundo. Jadeó, le dolía el pecho.
Pero tenía que saberlo.
Cerró el ojo humedecido por las lágrimas que se le adherían como pegamento, y miró ávida aquel mundo aparentemente inmóvil. Ahí estaba el Muro Blanco, junto al mar crepuscular, la nave siguió rotando y abrió más su ojo, sin dejar que las constelaciones o el sol la distrajeran.
El Muro Blanco no terminaba en el borde del mundo. De hecho el mundo no tenía borde, era una esfera en cuyo lado sombreado el hielo parecía cubrirlo todo, pero ahí donde el sol estaba empezando a calentarlo, pudo ver también un profundo valle oscuro, surcado por ríos. Al ocultarse el sol por completo, vio la silueta negra de lado oscuro del planeta, uno que habría estado tanto tiempo en una noche milenaria, como el lado iluminado había prosperado a la luz de aquel sol tan pequeño y lejano.
Ella había tenido razón al final.
El mundo era un orbe, una esfera que giraba tan lentamente, que no sólo civilizaciones enteras, sino especies enteras habían aparecido y desaparecido desde el inicio de los tiempos.
Conforme sus sangre se le congelaba en los dedos, en las piernas, en los brazos y finalmente en su cerebro, su último pensamiento fue para el futuro: para los tiempos en que el lento girar del mundo llevaría el crepúsculo a los seres humanos, haciéndolos caer en la barbarie, y entregándole el sol a los salvajes hombres reptil, quienes tal vez se alzarían como los nuevos conquistadores del planeta; listos para hacerle la guerra a mujeres y hombres, para esclavizarlos o llevarlos a la extinción, mientras sus ciudades inhumanas prosperaban, y los palacios de las Ciudades Estado de la humanidad, eran aplastadas por los glaciares que avanzarán sobre ellas, eternos testigos del milenario ciclo de aquel sistema solar.
Abraham Martínez