Refrescarse a mitad de la jornada para hacerle el quite a la inercia laboral. Estirar brazos, piernas y cuello; frotarse los ojos con vigor. Un día más en la oficina. Un bostezo, hallar las monedas correctas en el bolsillo del pantalón y rogar porque la máquina expendedora de bebidas esté libre. Y lo está, sin embargo, del menú digital ha desaparecido la japonesa adolescente de la que me alimentaba en el último mes. Verifico de nuevo por tipo de sangre, nacionalidad y edad. Pero nada. Minori Takahashi, simplemente, ha desaparecido. Y lo peor es que ya deposité los respectivos cinco dólares en el aparato. Ahora sólo falta que no me devuelva mi dinero, pienso. Y, en efecto, no lo hace. Cuando empiezo a sacudirla, se me acerca Razklevic, blandiendo una cortopunzante sonrisa. Apuesto a que estabas buscando también a Minori, me dice. Cálmate, a mí también me gustaba su sangre, pero se vació y la desecharon. La máquina no tiene la culpa. Alega, por encima del ruido de las botellitas de plasma y los tubos de cromo que alimentan el aparato. Si la dañas, nos matas a todos de hambre, intentando sonreír también con sus ojos vidriosos y desprovistos de vida. La condenada máquina se tragó mis monedas, explico. Ya, Wolf, no te sulfures, venga, yo te invito una dosis de una taiwanesa que acaban de poner en stock. Bajo la mirada y encojo los hombros. Algún día la tecnología va a acabar con nosotros, murmuro entre dientes y suspiro con resignación.
Jimmy Arias