Lucía miró la fotografía que había sacado de la caja vieja que encontró entre las cosas de su abuela. En el piso estaban docenas de fotos y papeles encimados y revueltos. Lo había revisado todo. Los papeles eran pequeños borradores de poemas y las fotografías eran, en su mayoría, retratos de gente adulta que nunca conoció, o de bebés a los que ahora llamaba tíos y pasaban los sesenta años. También había fotos de animales y de casas y lugares que nunca visitó. Pero la fotografía que ahora tenía en las manos era distinta.
La dobló cuidadosamente y se la guardó en el bolsillo trasero del pantalón. Acomodó las demás fotografías dentro de la caja y la apiló junto con todas las otras cosas de su abuela que no le interesaba conservar.
Durante todo el resto de día, le resultó casi imposible frenar el impulso que tenía de sacar la fotografía de su bolsillo trasero y echarle un vistazo rápido para volver a cerciorarse de lo que había visto esa mañana en ese trozo de papel. Cada vez que percibía que su mano bajaba de la altura de la cintura y se dirigía a la parte posterior de su cuerpo, la detenía haciendo uso de toda su fuerza de voluntad. Quería esperar a tener un momento propicio para volver a mirarla en soledad antes de pensar en mencionarla o enseñársela a alguien.
Logró distraer su mente del asunto lo suficiente como para poder llevar a cabo las tareas de la vida cotidiana. Fue al trabajo y al regresar a casa, comenzó a cocinar. Su marido llegó del trabajo y, después de ayudarla a disponer la mesa, sirvió los platos y se sentó. Ella lo miró desde la cocina. Palpó el bolsillo en el que aún tenía guardada la fotografía y se preguntó si era hora de compartirla. Su marido notó que Lucía lo observaba, sin embargo, no se percató del ánimo de su mujer y con una sonrisa le hizo un ademán que la invitaba a sentarse a la mesa y procedió a comer.
Lucía, finalmente, desistió. Fue a la mesa, comió y, distraída, entabló una charla con su marido. Después de comer, recogieron los platos y cada uno se dirigió al estudio y leyeron hasta que llegó la hora de acostarse. Se desearon buenas noches y ambos voltearon su cuerpo para dormir dándose la espala. Lucía mantuvo la respiración y los ojos abiertos hasta que escuchó los ligeros ronquidos que su marido comenzó a emitir, señal de que se había rendido al sueño.
Entonces encendió cuidadosamente la lamparilla que estaba en el buró junto a su lado de la cama y sacó la fotografía doblada de debajo de su almohada. Se incorporó, la desdobló y contempló la imagen.
Para su sorpresa, verla esta vez la conmovió más que cuando la miró por la mañana. Con lágrimas en los ojos, que nunca alcanzaron a desbordarse sobre sus mejillas, pasó sus dedos sobre la imagen, como si la acariciara.
El estado hipnótico en el que se encontraba se rompió cuando un movimiento brusco de su marido la devolvió a la realidad de su cuarto. El cuerpo acostado a su lado seguía dormido, quizás sumido en un mal sueño, pero el sobresalto fue suficiente como para que Lucía apagara la luz y volviera a acostarse rápidamente.
Al día siguiente, la ausencia de su marido a su lado cuando se despertó hizo que se percatara de lo tarde que era. Tan pronto como le fue posible buscó desesperadamente la fotografía bajo su almohada, temiendo que su marido la hubiera encontrado. Sus manos no encontraron el papel. Levantó las almohadas. Removió con desesperación las sábanas y el pijama de su marido, pero no había rastro de ella.
Revisó todo el cuarto con una mirada desesperada y encontró sobre su tocador una pieza de papel doblado. Sintió cómo su cuerpo se abalanzó sobre el papel, mientras pensaba que su marido lo había dejado conscientemente ahí para hacerle evidente a ella que había encontrado y mirado su secreto.
Pero cuando abrió el pedazo de papel, se desconcertó al encontrar en su interior la caligrafía torpe de su compañero. Se leía: Lucía, anoche te noté muy abrumada durante la comida. Creo que necesitas descansar un poco. Te espero hoy a las ocho en Vappianno para cenar. Una pizza y un vino nunca vienen mal y me parece que los necesitas. Hasta entonces.
Lucía no tuvo tiempo para enternecerse. El alivio de que su marido no hubiera encontrado la fotografía -porque de ser así, no le habría hecho dicha invitación- fue reemplazado de nuevo por la angustia de haberla perdido. Pero, en cuanto se dio la vuelta, la vio ahí, en el piso junto a su cama. Doblada e intacta desde la noche anterior.
Llegó a la cita con un elegante retraso de diez minutos. Miró a través de los cristales. Su marido estaba ya sentado esperándola, pero no era eso lo que se quedó observando, sino la familiar decoración del restaurante: cristal, platería y manteles blancos que emanaban una sensación de lujo; camareros que, por la manera de vestir, parecía que habían salido directamente de una boda y varias mesas alineadas entre sí, dispuestas con varios cubiertos a los lados de los platos y con los centros de mesa que le habían ganado la fama al lugar: árboles de olivo.
Desde la calle, el restaurante parecía un parque. Sobre las cabezas de los comensales se apreciaba una nube de follaje verde que llenaba el espacio. Lucía suspiró y tomó los olivos como una señal y entró a encontrarse con su marido.
Durante la cena trató de ser agradecida con las buenas intenciones de su compañero quien se esforzaba por mantener una charla que demostraba un interés amoroso por su mujer. Cuando el coulant de chocolate llegó a la mesa con dos cucharitas, miró hacia arriba, y posó la mirada en el olivo.
—¿Es maravilloso, verdad? —oyó decir a su marido— Me gusta venir a este lugar especialmente por estos árboles. ¿A ti?
Lucía no había hablado mucho en toda la noche y comprendía que su marido le estuviera preguntando cosas de las que ya sabía la respuesta, pues en varias ocasiones habían hablado de lo mucho que les gustaba cenar rodeados de los olivos. Así que se limitó a contestar. Sí.
—La comida es buena, pero no es espectacular. Aun así, lo que se paga vale por cenar entre los árboles. No me arrepiento nunca de venir.
Ante su silencio, Lucía podía ver cómo la conversación que tienen cada vez que van a cenar a Vappianno se podría seguir repitiendo durante toda la noche a manera de soliloquio. Miró a su marido que ahora se distraía del silencio tomando un trozo del coulant. Respiró hondo para poder hablar entre los nervios que le hacían temblar la voz.
— Tengo que enseñarte algo.
—Claro. ¿Qué es?
Lucía sacó de su bolso la fotografía doblada y la posó suavemente sobre la mesa. Sin retirar los dedos de ella, la deslizó hacia su marido y dijo: La encontré ayer, quise enseñártela antes pero espero que comprendas que no…
No pudo terminar la frase. Su marido desdobló el papel con poco tacto, como si esperara encontrarse con un dibujo infantil de Lucía o una receta médica. En cuanto la imagen se le reveló su cara cambió. Se inclinó sobre la mesa y murmuró alarmado: ¿Qué es esto? ¿Lo has hecho tú?
—No, es una fotografía auténtica.
—¿De dónde la sacaste?0
—Estaba revisando las cosas que quedan de mi abuela para ver si me quería quedar con algo antes de que se tiraran a la basura y la encontré en medio de un centenar de fotos.
—¿Quieres decir que hay más de estas?
—No, es la única.
—¿Estás segura?
—Sí. Las revisé todas.
—¿Y qué vamos a hacer con ella?
Lucía calló. Dudó y terminó por preguntar: ¿Hacer?
—Sí, no me digas que después de guardar la fotografía durante todo este tiempo y mostrármela, no pretendes hacer algo con ella.
—¿La quieres destruir?
—¿Estás loca? Esta fotografía puede cambiar el mundo. Quizás es la única que queda. No podemos deshacernos de ella.
Lucía lo miró asustada. Se alegró de haber decidido mostrarle la foto a su compañero. La determinación de este y su respuesta la llenó de orgullo y le dio fuerza para lanzarle a su marido una mirada de complicidad. Pidieron inmediatamente la cuenta, Lucía guardó la fotografía en su bolso. Pagaron y se fueron a su casa en un trote ansioso. Lucía aferraba el bolso con fuerza. Parecía que no había tomado dimensión de la importancia de lo que tenía en su poder hasta que se lo confirmó la reacción de su marido.
Al llegar a su casa, bajaron las cortinas y se dirigieron a su habitación. Movieron la cama, se arrodillaron y levantaron dos piezas de madera para sacar de debajo del piso una bolsa de plástico que contenía un gran fajo de papeles. Tras revisarlos y encontrar lo que buscaban, comenzaron a llamar por teléfono. Las llamadas en su mayoría eran cortas y todas comenzaban con una voz neutra y cada palabra estaba cuidada y medida.
Lucía seguía buscando entre los papeles cuando su marido le hizo señas para que le prestara atención mientras hablaba por teléfono. Al parecer, había encontrado lo que buscaban. Las palabras dejaron de ser cuidadosas y la habitación se llenó de ansiedad.
—Sí, la tengo. La tengo en mis manos justo ahora. No, no es una broma. Sí, estoy seguro que no es falsa, es legítima. Aproximadamente del ‘98. Sí. Entiendo. ¿A qué hora y en dónde? Somos dos: mi compañera y yo. Ella irá con un jersey azul y yo con camisa roja a cuadros. Bien. Adiós.
—¿Lo lograste?
—Tenemos que salir ahora. Si nos tardamos un poco más, podemos perderlo todo. Tómala y vámonos.
Al salir a la calle, ambos miraron disimuladamente a los lados para asegurarse de que nadie los estuviera observando. A pesar de que intentaban caminar a un ritmo tranquilo, los nervios los hicieron caminar como si estuvieran a punto de perder el último tren de la noche. Llegaron al lugar acordado. Una pareja de desconocidos les abrió las puertas y los saludaron como si fueran viejos amigos antes de dejarlos entrar. La casa no parecía tener nada de particular. Las dos parejas cambiaron sus sonrisas por miradas inquisitivas y desesperadas por confiar las unas en las otras. La mujer hizo pasar a Lucía y a su marido por una puerta que bajaba al sótano.
Una vez que su vista se acostumbró a la oscuridad, Lucía se dio cuenta de que era un cuarto oscuro, con varios rollos fotográficos antiguos y algunas fotos reveladas colgadas con pinzas a un cordón. No estaban solos, había otras cinco personas. Nadie habló. Todos sabían qué hacían en ese lugar. Lucía abrió su bolso y sacó la fotografía.
Antes de dejarla sobre la mesa al centro del cuarto, dudó. No quería perderla. Por un instante se arrepintió de todo y deseó haberla guardado entre sus libros y tenerla para ella por siempre. Su marido se dio cuenta de lo que le estaba ocurriendo, puso la mano sobre su hombro, la miró y asintió, dándole a entender que era lo correcto y que no había otra opción más que confiar en aquella gente a la que nunca habían visto.
Lucía se desprendió de la fotografía y salió a la calle con su -ahora recordaba con claridad- viejo camarada. Caminaron en silencio hasta llegar a su casa. Fueron directamente a su habitación y se abrazaron para consolarse mutuamente.
Sin saber bien qué decir, su marido sólo pudo elaborar un enunciado que creía que coincidiría con lo que él intuía que su mujer estaba pensando: Quizás la fotografía sea muestra suficiente para evidenciar la mentira del régimen y el sometimiento al olvido en el que nos mantiene. Quizás ahora podamos acabar con él de una vez por todas.
Lucía, como si no hubiera escuchado lo que le acababan de decir, murmuró a su marido: ¿Viste? Era verdad. Había árboles en las calles. Alguna vez nos pertenecieron a todos.
Sara Guerrero Alfaro