Puse los ojos, la cara, mi cara entera para el reconocimiento facial. Sentí una vibración en el aparato, una respuesta inmediata. El resultado, No apto. Proseguí mi peregrinación en el puesto siguiente, otra vez los ojos, luego los dedos de las manos finalmente los dedos de los pies. Esta vez no vibró, sino que emitió un sonido desesperanzado, como un gemido corto, no quiero ser subjetivo, pero me estremecí. Desconocido, traducía la letra. Mis rasgos no respondían a nadie, aparentemente. Corrí al servidor de la Institución a la vuelta de la esquina. Temía lo peor. La característica de mi piel. Otra vez avancé la barbilla, parpadeé cuantas veces la máquina me lo demandó. Ni vibración, ni gemido, un stop total, brillante como la luz del sol, y luego la negación en exabrupto, Raza oscura. El aparato manifestaba la elegancia de no decir, negra, a secas. Debía encontrar una solución, una salida, decidí ir a mi banco y legitimar mi cuenta, mi condición de persona, no sé, con algún certificado, una constancia, lo que fuere. Otra vez el reconocimiento de mis rasgos, las yemas de mis dedos, que curiosamente no marcaron nada, el rostro metido en el acero reluciente frente a un parpadeo intermitente. Esta vez no sólo no me reconoció, sino que además, mi cuenta fue de inmediato desactivada, a causa del software del escaneo.

Había quedado atrapado en la nada, ya no existía para la ciudad. Destrozado me dirigí rumbo al metro donde, como es costumbre, metí la tarjeta en la ranura mientras pensaba en cuál solución, a quién acudir, cómo recuperar mi persona, cuando la percibí en el aire desplomándose a mis pies. Tampoco el metro. Entonces corrí por calles, avenidas, plazas de cemento, entre muros y cristales que ya no me reflejaban. Me habían desconectado. 

Coral Aguirre