Arte

Me aterraba ir a las exposiciones. Sabía que ahí, en la sala de torturas, me estaría esperando mi verdugo. Yo escuchaba «arte» y entendía «acoso», persecución frenética de emociones agudas, rápidas y vertiginosas; peligro de perder el control.
Primero, Edvard Munch. Ahora, Martha Pacheco. ¿Qué se necesita para disfrutar de tan terribles imágenes? En muchas ocasiones me sentía realmente aterrado pensando que las cosas inertes podían adquirir autonomía y voluntad propia, y hacerme algún tipo de daño.

Había llegado la hora: esas brujas me convertirían en modelo para su arte pictórico. Me harían beber la pócima secreta para alcanzar la inmortalidad en un universo de sólo dos dimensiones, me harían habitar en la naturaleza de su condena, en el arte de su tergiversada estética elitista, presuntuosa y satánica.

¡Y justo ahí lo vi cuando llegamos! Estaba en medio del frío y bajo una luz intensa que estiraba tenebrosamente las sombras de su deformado y permanentemente ruborizado rostro. Me miraba vigilante, disfrutaba viéndome y atemorizándome con su gran ojo inquisidor: un solo ojo. Se escondía en un lienzo sobre un gran bastidor en el muro. Tenía un rostro espantoso con un gesto hostil y perverso. La fisura y deformidad de su labio superior inútilmente intentaban ocultar una dentadura caótica y un enorme colmillo verdoso y sucio, aún con restos de comidas pasadas, que escapaba por debajo del pedazo de labio suelto hasta empalmar con su maxilar inferior. Parecía dudoso que pudiera articular palabras, pero sentí que algo horrendo intentaba decirme. Su imagen me acosaba hasta cuando yo cerraba los ojos para evadir mirarlo, sin embargo, no podía dejar de ver con gran morbo las venas saltonas sobre sus sienes que parecían latir, y su intenso color rosado, casi rojo, que delataba el calor de la sangre que llevaban dentro. El asqueroso sebo de su rostro resaltaba arrugas, cicatrices e imperfecciones de su horrible cara; casi podía olerlo y sentir su respiración en mi oído: jadeaba como si tuviera dificultad para respirar. Me daba tanto miedo que ni siquiera me atrevía a girar la cabeza para ver que nadie estaba junto a mí, pero sentí que con gran odio en la mirada me seguía a todas partes, como sentenciándome a alguna desgracia. Su reflejo estaba en todos los cuadros, en todos los cristales, en los ojos de todas las personas que deambulaban silenciosas mirando y sólo mirando los cuadros de la exposición. Sombras múltiples de abrigos y paraguas se arrastraban escondiendo por momentos su reflejo sobre el pulido piso.

Por un momento temí que mi verdugo escapara del lienzo para hacerme algún daño. Paciente parecía sonreír, torcía apenas su desfigurada boca para mostrar su ironía y disimular su maldad. Escurriéndose entre la penumbra, esperaba sólo el momento propicio para liberarse y descargar su furia en mi contra. La iluminación del salón solo destacaba los cuadros, el resto, era silencio, sombras frías y espacios vacíos, como si se tratara de una dimensión alterna. Nadie se percataba de mi presencia ni del peligro que en cualquier momento se convertiría en tragedia.

—¡¡Ay!! ¡Ay, ay…!

Una mano helada pasó por mi cuello y me asió del hombro; apreté los ojos y me cubrí el rostro con las manos; de inmediato me agaché. Fue una reacción de supervivencia; sabe dios qué podría pasarme.

—¡Déjate de tonterías! ¡Vámonos! —ordenó mamá.

Me jaló de la chamarra y me obligó a ponerme en pie y seguirla. Me sentí seguro, pues mi madre era la curadora y su poder me tranquilizó. Ya de pie, desafié a mi verdugo. En realidad, no era un rostro lo que yo veía; la cédula decía:
Título: El corazón de Pericles, antes de morir.
Técnica: Fresco.
Autor: Zeuxis, 435 a 390 a. C.
Apropiación: Martha Pacheco (Réplica, óleo).

Mención Honorífica del 1er concurso estatal de cuento de terror «Juan Francisco Benítez».

Sergio Martín

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