Y nosotros sin saberlo

Abrió los ojos de nuevo, lentamente, como si los párpados pesaran una eternidad. La lluvia que escurría por la ventana difuminaba la luz de esa casi noche de otoño.

A lo lejos, muy lejos para su gusto, sonaba una melodía muy conocida para ella, pero no alcanzaba a distinguirla. Cerró los ojos y trató de escucharla mejor. Sí, si era “Malagüeña salerosa”. Dio vuelta, una y otra vez, a su memoria, buscando el nombre del compositor. Jamás lo mencionaban, siempre decían que en voz y guitarras del trío “Los Calavera”, u otros… pero nunca el nombre del compositor.

“Besar tus labios quisieeera, beeeesar tus labios quisiera…” ¿De quién es?

Encontró el dato. Registrada en 1947 por Pedro Galindo Galarza y Elpidio Ramírez Burgos. Suspiró. ¡Qué bonita!   

Con aquella misma canción se había acercado Andrew, su eterno enamorado, una noche de noviembre. Brillaba la luna y corría por las calles del pueblo un viento suave, fresco, con perfume de naranjas. ¡Cincuenta años de no verse, después de reñir por cosas sin importancia!… hasta esa noche de viernes, en la que se sentía desfallecer. Había trabajado toda la tarde y ya se fatigaba mucho.

No podía más. Se recostó sobre la mesa. Cerró sus ojos de un profundo color cielo. “Cielo”, así solía llamarle Andrew de quien recordaba toda su fisonomía y el suave calor de su mano que tomaba la suya al caminar por la calle Guerrero hacia la plaza Zaragoza, de su General Terán, donde solían colocarse las ferias, como ahora, que esta se instaló apenas para celebrar el inicio de la Revolución Mexicana.

Por la mañana, había ido a la Plaza Hidalgo para estar en la ceremonia oficial. Los mismos mensajes y el mismo marchar de los escolares al compás del “uno, dos”, que gritaba el maestro que los precedía.

 No había ido para participar de la conmemoración, no; su motivo fue buscar a Andrew, a quien le gustaban aquellos mítines, pero no lo había encontrado.  Tal vez, no había observado bien a los presentes. Por eso, se estremeció al escuchar su voz y las guitarras junto a la ventana, cuando oscureció del todo.

Vengo a pedirle perdón, Beatriz; pero, quizá usted no me quiera escuchar, yo le pido perdón y se lo pediré siempre, sin esperar que me lo conceda; tal vez mis palabras se pierdan, antes de llegar a sus oídos, porque tiene que subir muy alto y su balcón está siempre cerrado; por eso, otras voces tendrán que decirle lo que usted no deja que yo le diga. Sonrió.
Era un diálogo de la película “Enamorada”, escrita por Emilio Fernández e Íñigo de Martínez, que Pedro Armendáriz le decía a María Félix. Como quiera, se sintió feliz. Sus ojos, de un celeste intenso, brillaron, débilmente, bajo los párpados. Luego se fueron apagando… lentamente.

—¡Es muy bueno, Andrew, hasta parece una persona real!, pero…la batería dura mucho. ¡Aaah, y hay que actualizar su memoria!, porque ¿quién diablos le puso todas esas cosas a este robotito? Oscarito, ¿verdad? Siempre con sus bromas. ¿Quién va a desear algo así?
—No, Dennis, el robot buscó su personalidad solo y fabricó sus recuerdos con el internet.
—Mira, ¡qué bien! Como quiera, no es conveniente… reformatéenlo. Cuando esté listo el AND18-5-23, lo volvemos a ver. Hay que cuidar la calidad y el mercado, ¿eh?
El dueño de Set Enterprise palmeó con fuerza la espalda del programador y se alejó, murmurando —Cualquier día empiezan a reproducirse solos y nosotros sin saberlo.

Francisco Juventino Ibarra Meza

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