Carne

Neylan se secó el sudor de las manos en la falda. Corroboró que fuera la dirección correcta y tocó el timbre. Adentro, el perro de Emmet ladró un par de veces, avisando la visita. Los pasos de él se escucharon acercándose.
—Emme —suspiró ella cuando abrió.
—Pásale —dijo él abriendo la puerta. Neylan buscó con la vista al perro que había escuchado momentos antes, pero no había rastros de él—. Ya encerré al Ocho, no te preocupes —añadió, abalanzándose hacia el cuello de Neylan—. Me encanta cómo te ves de falda.
—Emme, estoy nerviosa. Hay que ir despacito.
—Está bien.
Emmet la condujo al cuarto. Cerró la cortina, quitó algunas cosas que tenía sobre la cama y se giró para contemplar a Neylan. Ella estaba tiesa, en medio de la estancia, aferrada al tirante de su bolsa.
—–No pasa nada, Lanita —a ella le gustaba que la llamara así—. Mira, si no quieres que lo hagamos, no lo hacemos y ya.
Ella reflexionó un momento. Luego sacudió la cabeza y se acercó a él.
—No, sí tengo ganas, sólo que no sé qué se hace primero. Estoy nerviosa —repitió.
Emmet la tomó de la cintura y la besó profundamente. Se desnudaron poco a poco, acariciándose la piel, respirando agitadamente.
—Hoy vas a tener un pedazo de carne en la boca —dijo, riéndose entre dientes.
Ella se sonrojó y lo miró consternada.
—¿Qué? —volvió a reír—. Ay, te lo tenía que decir. Desde cuándo tenía ganas de hacerlo con una vegana para decirle eso.
—Soy vegetariana, no vegana —replicó ella.
—Es igual, tú me entiendes. Ven, bésame.
Ella se quitó la seriedad junto con la blusa, que cayó al suelo, y se acercó lentamente a él.

***

—Qué pena con tus papás. Lo bueno es que alcanzamos a vestirnos.
—No entiendo qué te pasó —soltó él, enojado.
—Me dio miedo, Emme. Me estaba doliendo muchísimo. Lo podemos intentar otro día.
—Es que me caga. Todo estaba bien en el sexo oral. Me lo hiciste y todo estuvo bien, no te vi nerviosa ni nada.
—Pero ya cuando estábamos… en lo otro, no sé, fue distinto. Mi cuerpo se cerró.
—Bueno, está bien —Emmet la miró un momento—. Perdón, no me di cuenta de eso —la abrazó—. Tómate el tiempo que necesites —le besó la mano—. Y mientras estás lista, podemos repetir lo que me hiciste, ¿no? Eso no duele, ¿o a poco sí? Eso sí puedes.
—¡¿Ahorita?! Estás loco. Se nos va a enfriar la comida, además.
—Ándale. Me quedé con ganas.
—Ya estamos vestidos.
—Tantito.
—No se me antoja.
—¡Por favor!
—No quiero. De veras.
—Es que nunca me lo habían hecho así.
—Ahorita no quiero.
—No seas egoísta.
—Tus papás están en el cuarto de al lado.
—Están viendo la tele, ni nos van a escuchar.
—Emmet, no quiero.
—No me dejes así.
—Emmet…
—No me puedo aguantar, me pones bien caliente.
—Emme, por favor, ahorita no.
—Pinche Neylan, eres una pinche egoísta.
—¡Emmet!
—¿Ya sentiste cómo estoy bien duro? Ay, Lanita, es que estás bien buena, ve cómo me pones. Ándale, mira, dame tu manita, tantito nomás.
—No me hagas esto, Emme…
Emmet se bajó la ropa interior y dejó al descubierto su pene erecto. Se acercó a Neylan. Al hacerlo, dejó un rastro de líquido preseminal embarrado en la falda de ella. Se rió —¿Ves? Te digo que me dejaste muy caliente.
Neylan miró su falda manchada. Se sonrojó de rabia al ver esa línea brillante sobre la tela. Emmet la hizo arrodillarse. Sintió luego cómo el cuerpo de ella permanecía tenso. Los labios se abrieron. Sintió la lengua en el borde del glande. Ella lo miraba fijamente desde abajo. Él se agitó cuando sintió la humedad de su caverna oral. La tomó del cabello, obligándola a enterrarse más. Se percató de que aguantó una arcada, pero se sentía bien, tan bien… Los ojos llorosos de Neylan se cerraron con fuerza.
—Sí te gusta comer carne, ¿verdad? —dijo Emmet con una sonrisa en una de las pausas que ella tomó. Neylan miró al suelo, dudando antes de verlo a los ojos de nuevo.
—Sí. Me encanta.
Emmet no esperaba que Neylan tuviera ganas de seguir, pero con gusto le permitió continuar. Su humedad, su lengua, esos labios vírgenes de semen, los dientes… Los dientes. Le dijo que fuera más cuidadosa, que no metiera los dientes.
—Es que me encanta la carne.

Le enterró el colmillo en el glande, hasta hacerlo sangrar. Emmet se retorció, pero había quedado arrinconado entre la tarja y el refrigerador. En el cuarto de al lado, la televisión sonaba a todo volumen. De la mandíbula de Neylan se escurrían gotas espesas de sangre. Apretó los dientes, mordió, devoró, engulló, destruyó. La carne de Emmet crujía indefensa ante su fuerza. Él gemía adolorido, lloraba, pero por alguna razón se sentía incapaz de gritar por ayuda. Morder, morder, morder. La vegetariana Neylan se estaba dando el manjar de su vida. Se llevaba los pedazos de verga que le arrancaba y los trituraba dificultosamente en las muelas. Escuchó la voz de Emmet en la lejanía, pidiéndole que se detuviera, que lo dejara irse, le rogaba, temblaba de dolor, no podía contener las lágrimas, le pedía perdón.

—Emme, pero ve cómo me pones.

Se sentía bien, tan bien.

Naxhelli Carranza

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