Víspera de todos los santos

“Porque él conoce nuestra condición;
se acuerda de que somos polvo”
Salmo 103:14


La pequeña cabaña estaba rodeada, eran apenas las seis de la tarde pero el sol ya languidecía en el horizonte, pronto dejaría sólo un resplandor rosado y daría paso a la penumbra, a una de esas largas noches invernales. Una tenue luz color lila se filtraba débilmente por entre los maderos superpuestos. Un aroma a humedad invadía el lugar. Dentro, él esperaba…
—¡Ya te arrejolamos maldito! —gritó el hombre mientras se acercaba con su escopeta Remington. Detrás de él, ocho rancheros más, un cura, dos policías municipales y varios vecinos de los poblados cercanos. Todos estaban armados.
Del otro lado de la hondonada corría tranquilamente un frío riachuelo, la cabaña tenía a un lado un acantilado imposible de escalar sin equipo, y del otro, una cerca de mampostería que daba a un bosque espeso y lúgubre. Arriba del acantilado aparecieron nueve hombres más, apuntaron sus rifles y escopetas hacia la cabaña, del lado del río, otros doce vecinos a caballo -indígenas casi todos ellos- cruzaron sigilosamente y se colocaron detrás de la construcción.
—¡Ya va a anochecer! —gritó uno de los hombres del acantilado.
—¡Vamos a prenderle una lumbradona por el lado de esa baraña! —dijo señalando la parte cercana a la cabaña.
La oscuridad se empezaba ya a colar por el horizonte, la luz solar se filtraba ahora por entre las copas de los pinos y el frío se sentía cada vez más intenso. Un color azul pálido bañaba el paisaje. Una helada corriente de aire bajó de la montaña por entre los árboles, recordándoles a los ahí presentes que la estación sería especialmente cruda.
Los hombres se miraban unos a otros, casi todos ellos llevaban barbas largas y descuidadas, escapularios, sombreros, chaparreras y espuelas de montar, eran hombres de campo, acostumbrados a una vida dura, y, sin embargo, en sus miradas se reflejaba un sentimiento profundo, una sensación molesta, indigna… tenían miedo.
Dentro de la cabaña se escuchó un ruido, como de una silla que cae, al momento los perros que llevaban los vecinos del pueblo comenzaron a ladrar enfurecidos, las largas correas que tenían en sus cuellos se estiraban y los hombres apenas podían contenerlos. Eran perros corpulentos pero veloces como no los hay, mezcla de perros de caza con lobos de monte.
De repente, dejaron de ladrar y comenzaron a aullar, los hombres se sentían nerviosos, querían acabar con esto lo antes posible. Los caballos comenzaban a encabritarse y a don José, el de la tienda, ya lo había derribado el suyo.
—¡Luis! —gritó de nuevo el hombre que parecía ser el líder. ¡Trae la gasolina! ¡De lado de la quebrada está muy encarrujado, mejor vente por donde el jarillal! ¡Todos listos!
El hombre tenía la mano en alto, todos esperaban la señal. Los dedos curtidos por el trabajo se apoyaban lentamente en los gatillos de las escopetas, de los rifles y los revólveres. El párroco se acercó por detrás, seguido por un muchacho joven, vestido a la usanza citadina. Susurró algo en el oído del ranchero y éste, cerró los ojos y lentamente, bajo la mano en señal de esperar.
—Ni hablar, padrecito —dijo el ranchero—. Un trato es un trato pero sólo tiene quince minutos, después no respondo. Acuérdese que hoy es la víspera de todos los santos. La noche será larga…
El padre bendijo rápidamente al muchacho y éste, con paso indeciso se encaminó hacia la cabaña, las miradas de todos los presentes lo seguían, en sus caras se reflejaba la sorpresa, el respeto… lo compadecían.
Mientras el muchacho se acercaba, en su mente se arremolinaban cientos de posibles preguntas, tenía tiempo escaso y debía aprovecharlo al máximo. Debía también controlar el miedo, o de lo contrario no podría hacerle frente, no podría dialogar. Al lado del camino, como a diez metros de la entrada a la cabaña, un pequeño sombrero de fieltro yacía en el suelo. El muchacho lo recogió y le sacudió el polvo.
—¡Es la guaripa de la Rosita! —gritó uno de los vecinos a caballo. Los hombres apretaban los dientes.
El muchacho llegó a la puerta, podía escuchar a su corazón latir frenéticamente, algo muy dentro le advertía del inminente peligro, pero su razón lo empujaba a proseguir. Ahora podía sentirlo, esa alarma biológica que sólo tienen los animales y los hombres primitivos, como una voz que se convierte en tacto y te toca en las costillas, en la nuca, en las piernas. Entre sus ropas, sentía el pesado revolver que uno de los vecinos le había dado.
Qué frillazo, pensó. Y tocó claramente la puerta.
—Adelante —respondió una voz cavernosa, pero al mismo tiempo amable, educada.
El muchacho empujó la puerta, las bisagras oxidadas crujieron y un tufo putrefacto escapó de la cabaña. Entró y comenzó a escudriñar con la mirada la habitación pero la oscuridad no le permitía aún reconocer nada. Sus piernas, trémulas, comenzaban a doblarse.
—¡No cierres la puerta, muchacho! —alertó el párroco desde fuera, al mismo tiempo que los perros volvían a enloquecer— ¡Si esa puerta se cierra le prendemos fuego a todo!
Uno de los rancheros se aproximó al líder de la partida, traía un radio de onda corta.
—Son los de Huejuquilla —dijo—. Tienen noticias… malas noticias.
Mientras, Don Anastasio tomaba el radio.
—Aquí partida Valparaíso, cambio— dijo mientras un rictus de preocupación le invadía el rostro.
—Aquí partida de Huejuquilla. Con la novedad de que encontramos a la niña, por el puerto de Valle Cerrado, ese desgraciado dañino le dejó el puro sollate, pobrecita ya estará allá en el cielo con el Buen Jesús, cambio.
—Lo tenemos atrapado en una cabaña —respondió el líder. Por el lado de la quebrada del Capulín. Le vamos a prender una lumbradona, cambio.
—Apúrense pues, ya casi es de noche, si se interna en el monte será muy tarde, no les vaya a pasar como a los gavilancillos y se les juya la presa de entre las manos. Cambio y fuera.
—Partida Valparaíso, cambio y fuera.
El hombre colgó el aparato, en su mano llevaba un crucifijo enredado entre los dedos. Miró a los demás, todos esperaban. Arriba varios búhos encaramados en la rama de un gran cedro lo observaban con sus grandes ojos amarillos. Se le revolvió el estómago.
El muchacho comenzó a acostumbrarse a la oscuridad, sintió la presencia de alguien.
—No es fácil ver en la penumbra, muchacho —dijo la voz—. Siéntate, sé que vienes a negociar pero pronto será de noche, y no habrá razón de tal cosa —replicó.
—Quedan cerca de quince minutos de luz —le dijo el muchacho, tensando sus músculos y tragando saliva, sentía como los bellos de la nuca se le erizaban—. Me respondes algunas preguntas o ahora mismo les gritó que le prendan fuego a todo, que yo sepa, no eres inmune al fuego ¿o sí?
—No hay nadie que lo sea —respondió la voz, que ahora por fin se estaba convirtiendo en una silueta bien trazada, cerca de un metro setenta de estatura, ágil, magro. Sus ropas eran oscuras, un sombrero de ala mediana. Su rostro, sin embargo, seguía en la penumbra.
—No me interesa saber si mataste o no a esas personas —siguió el muchacho—. Eso ya lo sé, tampoco me interesa saber lo que piensas de mí, pero hay otras cosas… cosas que necesito saber.
—Por supuesto —contestó la voz, parsimoniosa—. El hombre moderno… siempre necesita saber. Su mundo no funciona si no entiende, sobreestima la comprensión de las cosas, dejan de lado lo importante, su uso, su función… la necesidad en que se fundamenta su esencia. Venter caret auribus. Entonces tenemos un trato, yo respondo a tus preguntas y tú me das tiempo, después de que llegue la noche, tú tendrás tus respuestas, y yo mi libertad.
—Eso no es todo —dijo el muchacho—. Te irás de aquí, lejos. Si no, te cazaremos, no podrás esconderte por siempre, además, los pueblos vecinos ya están avisados.
Aquí, la silueta hizo un ademán de asentimiento.
—Movilizáremos a más de ochocientas personas para cazarte como la alimaña que eres, después te quemaremos… —el muchacho se había exaltado.
—Entiendo —replicó la voz—. Es mejor que comiences con tus preguntas, de lo contrario se nos acabará el tiempo.
El muchacho observó detenidamente los largos y afilados colmillos de su interlocutor mientras se sentaba.
Afuera, un caballo relinchaba enloquecido.

Ernesto Moreno

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