Los brujos

—Son caníbales, Atkinson, son antropófagos de primera calidad.
—¿Y me lo dice de esa manera? ¿A qué se refiere con el concepto “antropófagos de primera calidad”?
Parker se balanceó en la hamaca al ritmo del viento que movía la verde enramada, las hojas de palma como orejas de mamut, los rizos de lianas vibrando como fibrosos espejos, se hamacó por un espacio de tiempo suficientemente largo como para inquietar a cualquiera que estuviera a su lado. Después volvió a encender su pipa y recién cuando exhaló la primera bocanada de humo de tabaco, habló: Si usted llega a la aldea, va a ver que sólo comen gallinas y cerdos. Algo completamente irreal.
Atkinson estaba apurado por conocer detalles de la denuncia de su camarada de armas y no alcanzaba a definir en su mente el alcance de tantas palabras incongruentes.
De un zarpazo paró en seco a Parker y le demandó una explicación —los cerdos y las gallinas son cerdos y gallinas. ¡No tienen nada de irreales!
Parker sonrió con desprecio. Dijo en voz muy baja: Depende.
Atkinson le siguió el juego, sin saber adónde conducía —¡Naturalmente, todo depende de otra cosa, todo depende de algo más!
—¡Depende de que usted será un inglés ignorante y sabelotodo que presume de conocer el mundo mejor que nadie! —Parker lo miró con odio mientras casi le gritaba eso.
Atkinson comprendió que de seguir por ese camino seguramente no volverían a hablar por años con el coronel Parker. Decidió comenzar de nuevo la conversación.
—Le pido mil disculpas, Parker. Usted me mencionó que en esa aldea habitan antropófagos y además que sólo comen cerdos y gallinas. Como usted advertirá no es sencillo llegar a comprender una cosa y la otra. Modestamente parece una flagrante contradicción.
Parker se hamacó a la par de la brisa. Disfrutaba de esos instantes, cuando cae la tarde en la jungla, contemplando la distancia verde, horrorosamente verde.
—Vea, Atkinson, esos antropófagos comen cerdos y gallinas que no son en absoluto cerdos y gallinas.
Atkinson tembló como un junco movido por el viento. Se contuvo como pudo, apelando a todas sus reservas de cautela y de sentido del equilibrio.
—Usted dice —comenzó Atkinson—, que comen cerdos y gallinas que en realidad no son tal cosa. Entonces ¿qué son esos cerdos y gallinas?
Parker sintió que lo tenía en un puño. Se sacó un collar de muelas humanas del cuello, oculto por la camisa clara y lo mostró.
—Los brujos de la tribu me lo regalaron, después de un banquete de cerdos y gallinas. Como verá, se trata de molares humanos. ¿Comprende?
A pesar de todos sus esfuerzos por contenerse, Atkinson casi volaba de furia. Sólo dijo, de una manera controlada y lo más amistosa posible —En realidad no comprendo. No le comprendo a usted en absoluto.
Parker exhibió el collar de molares humanos como el más preciado tesoro de un cazador de hipopótamos.
—Es sencillo —comenzó—. Los brujos convierten a los seres humanos, a los forasteros, en especial a los blancos, a los ingleses, en cerdos y gallinas, y luego los asan y los devoran.
Atkinson quedó boquiabierto. No podía creer lo que estaba escuchando. Probablemente la fiebre amarilla o los mosquitos infectos lo hubieran contaminado al bueno del coronel Parker. No había otra posible explicación.
—No hablemos más de este tema, Parker. Dejemos las cosas en este punto.
Pero Parker no se detuvo.
—¿Y usted cómo sabe que está hablando con el coronel Parker? ¿Cómo sabe que está hablando con un ser humano?
Atkinson no salía de su asombro.
—Le conozco hace cuarenta años o más. No tengo dudas que usted es mi amigo, el coronel Parker, un ser humano ejemplar.
Parker lanzó una sonora carcajada. Después ironizó —¿Y si le dijera que puedo ser un cerdo o una gallina?
—Pues entendería —Atkinson no sabía dónde poner las manos. Apenas si balbuceó—, que usted es un gran humorista, uno de los mejores, coronel.
Pues se equivoca —Parker enfureció una vez más—, por cierto que se equivoca: los brujos de la aldea, además de convertir ingleses en cerdos y gallinas, convierten cerdos y gallinas en ingleses. Es así de sencillo.
Atkinson decidió emprender la retirada. Se excusó de tener que marcharse invocando un cierto compromiso en la residencia del cónsul comercial de Dinamarca.
Parker lo miró con sorna.
—¿De Dinamarca, eh?
—De Dinamarca.
—Pues tengo entendido que los brujos de la aldea también han creado algún que otro danés, unos cuantos americanos y alguno que otro galés, transformando sus cerdos y gallinas. Así que vaya con cuidado.
Atkinson se secó el sudor de la frente con un pañuelo blanco, tan blanco que repentinamente mutó en otra cosa, en una cosa sucia y desagradable. Pensó en el poder transformista de los brujos de la aldea de la que le hablara Parker.   

Conservó el pañuelo sucio en la mano nerviosa, dispuesto a arrojarlo por el camino, mientras se alejaba de la residencia de su amigo el coronel. Caminó hasta sentirse suficientemente lejos y a salvo. Unas cuantas cuadras. Recién entonces arrojó el pañuelo a la maleza. El chillido de un puerco enano, que surgió de allí con el pañuelo en la boca, lo alteró por completo. Atkinson apuró el paso. Se hacía la noche, la terrible noche de la jungla.
Debía de llegar a su casa cuanto antes. Antes que los cerdos y las gallinas lo atraparan. Antes que Parker les avisara a los brujos. Antes que los ingleses fueran convertidos todos ellos en cerdos y gallinas. Antes de morir abrasado en la hoguera del banquete de los antropófagos más inmundo de toda la región. Antes que su mujer descubriera que ya no era un hombre, que era una cosa distinta, una gallina, un cerdo. Antes que su mujer decidiera hacer la cena esa noche. Antes que cocinara un pollo o un puerco.

Antes de volverse él mismo un antropófago inmundo, sin alma ni corazón, en el momento de trozar la carne bien aderezada de la cena.

Manuel Arduino Pavón

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