La mancha en la pared

— Señor, debo comunicarle la aparición de una extraña mancha en la pared —anunció Aldrich el mayordomo.

El joven sentado frente al pomposo escritorio victoriano levantó la mirada distraído y continuó firmando los documentos apilados ante él.

— ¿Cuál es el problema? ¿No la puedes quitar? —respondió el joven—, tu trabajo es evitarme las molestias domésticas, una mancha no es de mi incumbencia.
— Precisamente, señor, la mancha apareció hace un mes y mis intentos por hacerla desaparecer han resultado infructuosos.

El joven alzó las cejas con aire despectivo.

El señor Aldrich se sentía abochornado con su nuevo amo, Raymond Woodgate, quien a su parecer era considerablemente distinto a su padre, el admirable Dr. Hamill Woodgate. Este último había sido la personificación de la bondad mientras que el hijo era más bien impulsivo, sobrado de franqueza y en ocasiones impaciente. Aldrich con frecuencia se sentía estúpido en su presencia, a pesar de su marcada eficiencia con las labores domésticas y el manejo de personal.

— Señor, debido al fracaso en esta tarea me veo en la necesidad de solicitar los servicios de un profesional ya que la tapicería es muy fina.
— De acuerdo —dijo Raymond— convocaré un tapicero.
— Señor… —titubeó el mayordomo— eso no es todo.

Aldrich lucia enrojecido, quizá por la noticia que no quería comunicar.

— ¿De qué se trata, Aldrich?
— He escuchado ruidos al otro lado de la pared, podrían ser ratas.
— Eso es repulsivo —dijo Raymond frunciendo la nariz—, ¿en qué área de la residencia se halla la mancha?
— Ala oeste, en la habitación azul que solía pertenecer a la señora Cecile.

Los ojos oscuros de Raymond reflejaron sorpresa. Se puso de pie.

— Llévame de inmediato —ordenó Raymond.
— Enseguida, señor Woodgate.

Atravesaron la vasta residencia en silencio. El trayecto en compañía del señor Raymond resultaba incómodo. En otra época la mansión estaba llena de vida, colores brillantes, lustrosas cortinas de seda, fastuosos muebles de brocado en oro. Eran frecuentes las legendarias fiestas del Dr. Woodgate concurridas por damas con vestidos refinados, elegantes caballeros y aristócratas adinerados. Pero ahora la mansión era lúgubre y solitaria.

Aunque el decorado seguía siendo el mismo las cortinas nunca se corrían para dejar entrar la luz del sol, los fascinantes candelabros se veían opacos, las columnas de mármol de estilo griego otrora blancas lucían apagadas como los troncos de árboles marchitos y los hermosos cuadros renacentistas acumulaban polvo debido al recorte en la nómina de la residencia.

Tras la muerte del señor Hamill Woodgate, Raymond se casó con una señorita de linaje noble y familia acaudalada, la joven Cecile Baxter, pero el matrimonio fracasó y al cabo de dos años de indiferencia, la señora de Woodgate, según los rumores, abandonó al amo y se fugó con un desconocido.

Tras este vergonzoso incidente, Raymond se aisló del mundo y dejó que la vida en la mansión se marchitara. Despidió a la mitad del personal, prohibió las visitas familiares, negó la entrada a viejos amigos y redujo los gastos en un sesenta por ciento, a pesar de que su fortuna podía ser heredada a las siguientes dos generaciones Woodgate.

Aldrich no culpaba a la señora por sus indiscreciones. Más bien la compadecía por haberse casado con un hombre tan frío y carente de afecto.

Entraron en la espaciosa habitación azul. A pesar de que los criados la mantenían limpia, se podía sentir el abandono físico de quien alguna vez habitó en aquella bella estancia. Las cuatro paredes estaban revestidas con un tapiz azul celeste que iba a juego con la ropa de cama y las espesas cortinas. La cama con dosel, antes resplandeciente, lucía enorme y vacía aunque la mitad de esta se hallaba cubierta por cojines con diseños de elefantes blancos, muy propios de la India. A los pies de la cama y de manera simétrica se hallaba un asiento estilo Guillermo IV, donde la señora Cecile solía sentarse a bordar.

A la izquierda del ropero, donde debería haber continuidad en el suave tapiz, una mancha contrastaba con el buen gusto y la elegancia de aquella pieza.

— Venga conmigo, señor.

Aldrich se adelantó y rascó la superficie de la zona maculada. Los bordes eran indefinidos como si el tono verde oscuro de la mancha se fundiera con el azul celeste del tapiz. Una sustancia imprecisa porque no dejó rastros en los dedos del mayordomo y tampoco mostraba señales de desaparecer después del minucioso rascado.

— He usado todo tipo de concentrados, con sumo cuidado por supuesto, pero ha sido en vano —dijo el mayordomo apesadumbrado. Ahora escuche, señor Woodgate.

Aldrich golpeó suavemente la pared con sus nudillos. No hubo pasado ni un segundo cuando un ruido escalofriante se escuchó al otro lado de la pared. Raymond se sobresaltó de tal manera que Aldrich creyó sinceramente que el amo se iba a desmayar.

El murmullo de diminutos pies arrastrados, o más bien patas, traspasaba el muro y emitía ligeras vibraciones notablemente claras. Ambos permanecieron en silencio, pero Aldrich pudo notar que el rostro del hombre estaba pálido como una sábana. Después de unos minutos interminables, el señor pronunció: Que esto permanezca entre nosotros.

— ¿Perdón, señor? —exclamó desconcertado Aldrich.
— No quiero una sola palabra de esto a los demás.
— ¿Puedo preguntar cuál es el motivo de su reserva?
— ¿Entiendes lo que pasaría si se enteran de que hay ratas?
Aldrich no respondió.
— La peste está tomando fuerza en el condado y los pocos criados que trabajan para mí no dudarían un segundo en abandonar la mansión, ya sabes lo difícil que es conseguir personal.
— De acuerdo Señor, pero ¿cómo explicaremos la llegada del nuevo personal? Me refiero al tapicero y el exterminador.
— No llamaré a nadie, lo haré yo mismo.
El mayordomo quedó desconcertado.
— ¿Usted hará el trabajo con sus propias manos?
— Así es.
— ¡Imposible, señor! —exclamó indignado Aldrich—, usted es el amo; en todo caso debería dejar eso en mis manos.
— No, Aldrich, si alguien dañará la estructura de mi casa seré yo mismo, además tú tienes ochenta años, no son labores para un anciano.

El mayordomo se preguntó por qué en esta ocasión el joven amo Woodgate se mostraba tan considerado con sus criados.

— Como usted diga, señor.
— En los próximos días no quiero que nadie se acerque, si hay ratas debo contener y eliminar la plaga, por lo que les comunicarás a los demás criados que el techo de la habitación se está derrumbando y que representa un peligro.

Aldrich asintió.

— No quiero a nadie husmeando, ni siquiera tú —dijo secamente—, ¿quedó claro?
— Sí, señor Woodgate.

Los dos abandonaron la espaciosa pieza que había pertenecido a la ex esposa del amo y se despidieron en el recibidor.

Raymond no apareció al día siguiente, ni el día después de ese.

No pidió que le llevaran el almuerzo ni se le vio en su despacho. Los criados preguntaban por el amo pero Aldrich argumentaba que el señor Woodgate estaba de viaje y se ocupó de que no se acercaran a la zona.

Se sentía preocupado y a pesar de las advertencias preparó una charola con pierna de cerdo en salsa de arándano, pan recién horneado y una copa del Jerez que acostumbraba tomar su señor.

La entrada de la habitación se veía como de costumbre. La puerta estaba cerrada con llave pero Aldrich poseía una llave maestra. Al abrir un olor enmascarado entró de golpe en sus fosas nasales. Dominaba el aroma a lavanda, pero había rastros de algo que no podía distinguir, algo desagradable.

El anciano entró silenciosamente. La cama había sido cambiada de lugar y el ropero de roble antiguo obstaculizaba la vista de la pared en cuestión.

— ¿Señor Woodgate?

Silencio.

— Señor Woodgate, traigo alimentos para usted.

No recibió respuesta.

Colocó la charola en la mesita de centro y se dirigió a la puerta, pero una curiosidad inenarrable frenó sus pies. Se dirigió al ropero.

El mueble tapaba una parte de la pared pero Aldrich lo sorteó y se acercó aún más. Había una improvisada cortina de satén colocada encima, sujeta con cordones y clavos. El olor indefinido se intensificó. El tapiz estaba toscamente desgarrado y algunas tablas habían sido retiradas dejando un amplio hueco. Por supuesto que había ratas pero al menor movimiento de la cortina se escurrieron entre las paredes y lo que Aldrich vio fue aún más aterrador pues dentro del hueco se alojaba un cuerpo encorvado y nauseabundo.

Aldrich dejó escapar una exclamación de horror.
— ¡Ella no se fugó!
Y luego, una voz conocida por encima de su hombro dijo:
— Te dije que no estuvieras husmeando.

Aldrich abrió la boca desmesuradamente al ver un enorme martillo en la mano alzada de su señor.

Sobre la Autora: Marina de Anda (Pto. Vallarta, Jalisco. 1984) – Tiene un título de Ingeniera en comunicaciones y electrónica, y una maestría en Ingeniería mecatrónica. Actualmente está aplicando para un doctorado en Ingeniería físico-matemática en la Universidad Autónoma de Nuevo Leon.
Ha escrito artículos de interés general en la revista Estrategia Empresarial de Manzanillo, Colima, y cuentos cortos en la revista argentina de ciencia ficcion «Axxon», asi como poemas de ciencia ficción en el libro «Cuadrántidas» publicado por la UANL, y cuentos cortos en «Mundos remotos y cielos infinitos», antología contemporánea de Nuevo Leon.

2 comentarios sobre “La mancha en la pared

  1. Historia bastante entretenida aunque un poco previsible desde la mitad. Creo que si se hubieran utilizado más pasajes en la historia, distractores coherentes y entretenidos, el final solo se revelaría al final.

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