Se paseó por las galerías de Londres, luego de París y finalmente por el Corte Inglés de Madrid. Se sintió solo y acongojado. Nada lo satisfacía. Cambió sus criptomonedas por euros, luego por dólares y regresó a las criptomonedas que le abrían las puertas de todas las plataformas. Se decidió por comprar una parcela en medio de voces y réplicas de subastas y crupieres que hacían sus labores. Eligió una en la costa Norte cuyo mar amarillo lo sedujo. A punto de cerrar trato hubo una interferencia en la red interoperable. El mundo físico había sufrido una suerte de desconexión primaria y hasta él se apersonó una criatura de diseño impecable quien lo invitó a seguirlo hasta una especie de escalera en donde alternaban ambos mundos. En ese espacio, la criatura que lo había guiado hasta allí, se veía multiplicado en un número incalculable de replicantes. Se trataba de un remate a ojos vista y el mar amarillo que ansiaba, era el objeto de una disputa feroz entre esos bichos. En la pura virtualidad pero humano al fin como era, recordó que estos engendros se metamorfosean cada tres horas de manera impredecible a causa del exceso de genes. Supo que si no actuaba con rapidez estaba perdido y lo matarían antes que él pudiera escapar. No podía matarlos como a hormigas o cucarachas, pensó en otra forma de exterminio. Pensó en un instrumento poderoso que acabara con ellos. Y pacientemente volvió a recorrer las plataformas internacionales mientras reunía las piezas necesarias para crear un organismo asesino. La tarea resultó más complicada de lo que había imaginado y en el instante en que se propuso atacarlos, se dio cuenta que, concentrado en ello, no advirtió que lo habían rodeado. Pero la bomba estaba en sus manos, sólo faltaba percutirla.

Coral Aguirre