El jardín (de la felicidad)

Aquí una cogida puede cambiar la vida y no por los condones.

Colón y Colegio Civil. Alexia está bailando la eterna misma canción de Rocío Durcal; imita los ademanes, gestos, coqueteos que a Javier le pasan desapercibidos; para él su único objetivo es sentir esos senos rellenos de silicón junto a su camisa abierta mostrando algunos vellos y mucho sudor. Su estatura no se lo permite por eso se conforma con presionarlos contra su cara. Junto a la barra ordenas otra Indio mientras ves por el espejo a un grupito de gente recién llegar; ocupan una mesa cerca del espacio vacío que hace las veces de pista para seguir a Alexia con su pantomima entre cajetillas de cigarro vacías, servilletas empapadas de no sabes qué, manchas de líquidos varios y algún envase roto sobre el piso de cemento pulido. Doña Malena llegó temprano a su mesa de Corona, sola, con su vestido gris de brillantitos. La falda negra no muy rabona y su inseparable Tecate blanco en la mano izquierda indefectiblemente le acompañan. Los rizos entrecanos de su cabellera llaman la atención de Don Mario quien disfruta enormidades viéndola cabecear. Tus compañeros de viaje antropológico, absortos en su baño de pueblo donde los tienes inmersos, apenas prueban sus bebidas, no hablan, observan, no hacen contacto, el mutis lo impone la atmósfera viciada de cigarros baratos, exudados exóticos, la ecléctica selección de la rocola. El mesero les toma la nueva orden mientras pretende limpiar la mesa.

Javier baila agarrándole las nalgas a Alexia, inyectadas hasta donde el cuerpo aguanta de aceite vegetal, se le menean dentro de una minifalda blanca. Esa ranurita dejaría asomar la ropa interior en caso de que él/ella usara. El espejo de la barra muestra tus labios besando la Indio agotada, tus hombros tan anchos y pecosos, el maquillaje aún en su lugar. También a él. Sientes una incomodidad extraña, una especie de bochorno, la humedad en tus axilas descubiertas te parece inusual. Te sirven la siguiente cerveza. La inflamación es dolorosa, incómoda e inoportuna. Dos vaqueros se adueñan de la rocola y en concordancia monopolizan la pista. Ramón Ayala los incita a besarse con toda ternura; los bigotes se enredan mientras las puntas de los sombreros se esquivan. El amor no se aprecia en medio de un enjambre de búsquedas desaforadas. Tus compañeros no, tú sí habías estado aquí. Buscabas lo mismo que el resto de los parroquianos del Jardín. ¿La felicidad? Ni tú lo sabes. Coral afirma: sólo sueñan con ella. Inalcanzable. A Osvaldo no le importa porque aparenta tenerla. Disque. Juany lo medita y no termina de creérsela. Duda. Tú te sientes depre y buceas en las miradas ajenas que no te dedican. La ausencia de luz natural estanca al antro de la conciencia diurna o nocturna. Ni el calor, ni los rostros, ni la humedad, ni las ojeras disimuladas, ni los vestidos pueden delatar la hora que priva afuera. Un machetero con su faja lumbar babea la mesa mojada por su Sol a medio terminar. Despertará e irá a su casa a completar de dormir o al trabajo a ganarse la próxima peda. Siempre has soñado con poseer a un hombre que te haga de él por deseo, ya no por negocio. Ser su mujer, no un orificio suplantando una puñeta. Sientes. Ya es tiempo, hoy pasará. No sabes qué alma se acerca y acelera tu pulso y humedece tu intimidad, ignoras dónde pasará pero sabes… Te diriges al baño.

Javier está manoteando el aire mientras Alexia se cubre el rostro, él reta levantando la voz y la vista a los ojos de su acompañante, Alexia le da la espalda, Javier tiene que levantar el brazo para siquiera alcanzarle el hombro, la gira, la abofetea. El peso, los bíceps o la estatura de Alexia bastarían para sentar de un madrazo a Javier. Si quisiera. Llora. Las cervezas, el ambiente, el sofoco. Te sientes raro, no ebrio, no triste, no alegre, mucho menos feliz. No. Te disculpas, como si en este lugar necesitaras disculparte de algo, y te enfilas al baño. Atraviesas el lugar mientras el/la travesti dueñe del escenario te dedica la parte de su canción en que tardas en llegar a la puerta de los sanitarios. Sudas. Doña Malena se ha despertado, se dirige a la barra acompañada de Don Mario quien le ha traído un ramo de rosas y un Tecate blanco para celebrar su doceavo lustro. El baile entre vaqueros ha terminado con un acompañante extra; los tres se dirigen a la puerta de salida tomados de la mano; los cuartos del Hotel Colón no saben sumar. Lo ves, es casi tan alto como tú. Arrojas el humo al techo. Sientes esa excitación posterior a un cachondeo prologando, bastante perverso. Ahí está, retándote con su cigarro, la mirada y uñas largas. Te lavas las manos pero no la conciencia. En el espejo tu entrepierna reclama una atención que tú no le das pero alguien más sí. Jamás lo habías hecho en estos baños, el olor a mierda no te distrae de los rastros de su loción diluida por el sudor del día y del momento. Si hubieras soñado que venías a coger a este tugurio te habrías cagado de la risa, no hay el material por ti trabajado. Te gustan las mujeres. Te encantan las núbiles. Las caricias en tus hombros te hablan de su deseo. Sí, te desea. Te estremece un leve dolor desconocido, inédito. No dejas caer tus pantalones porque el piso los mancharía. Esos insospechados labios mojan otras partes de tu anatomía iniciando con tus dedos. La deseas. Conoces tu primer nuevo orgasmo —sin besos— y él la suavidad de tus hombros ahora delicados. Desenredas las piernas de sus caderas mientras lo dejas salir. Del baño. De ti. Manchitas de sangre en la tapa sucia del excusado. Dejas de verle y sonríes.

En el auto de Osvaldo, camino a casa, ves por la ventanilla pasar vehículos trasnochados y con disimulo, pese a haberte restregado más de cinco minutos las manos con jabón, aspiras ese dulce olor a mujer.

Fuiste. Virgen. Hoy. Feliz.

Samuel Carvajal Rangel

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