Y se armó el zafarrancho. Los hombres salían a los gritos y las mujeres en gorjeos, pero todos desorientados porque nadie entendía a nadie. Había quienes hablaban en puras aaaaa y oooo sonoros y resonantes; cantan, dijo la multitud, cada uno en su lengua, cada cual con su acento. Mientras que otras y otros parecían gruñir de tantas rrrrr y tantas ppp y tttt, por lo cual la misma gente que antes se regocijaba ahora se entregó furiosamente al ritmo de la guerra. Y así fueron dándose las horas y los días en que el mundo fue cambiando en el entrecruce de tanta lengua pacífica o ardiente. Es mejor, dijeron los místicos, muchos idiomas igual a millones de nombres para explicar el universo completo, cuanto más se diferencien los sonidos y las voces, más rico e invulnerable el mundo de los humanos. Y cantaron, brindaron y danzaron en sus tonos y modulaciones.
De tal suerte que pasaron muchos siglos e innumerable gente hasta que comenzó un tiempo raro en donde cada vez más banderas e instituciones ensayaban unificar las voces, para bien de los mortales y la paz mundial, proclamaron. De modo que se fue achicando la faz de la tierra por resonar cada vez con menos diferencias. Primero se apagaron los sones antiguos y hubo lenguas muertas, después el martilleo del habla aborigen, desaparecieron de ese modo junto con sus resonancias, culturas enteras, formas de vivir con la naturaleza y las comunidades.
Finalmente se alzaron voces tan semejantes y coros tan iguales que provocaron una especie de aturdimiento. Hasta que la última palabra de los pueblos diversos se perdió para siempre. Y con ello, los que quedaban, se dieron cuenta que decían lo mismo. Por lo que ya no hablaron y poco a poco se perdió la humanidad.
Coral Aguirre