El vampiro

Llegaste,

con tu sonrisa blanca y fresca,

con tu elegancia misteriosa,

con tu tenue resplandor de luna,

reluciente de marfil y plata pura

en medio de mis sórdidas tinieblas.

Me miraste,

como se mira un sueño inalcanzable,

como si mi piel estuviera tejida de dicha,

como si mis fuegos pudieran quemar

un glaciar e incendiar los mares,

como si encontraras en mi noche serena

todo lo que siempre habías buscado.

Me hablaste,

como jamás nadie me había hablado,

y era tu voz ardiente y suave,

como un mediodía de abril tardío,

como un eco de septiembre dorado.

Y me amaste.

Y fue tu amor el que despertó

este corazón aletargado

y desterró a las nieblas del olvido

mi dolor, mi terror,

mi negro presente

y mi gris pasado.

Y te amé.

Y te di mi carne y mi sangre

para que las bebieras,

y te di mi alma y mi mente

para que las tocaras,

y te di mi tiempo y mis sueños

para que los vivieras.

Y mientras me abandonaban

las noches y los días,

la sed, el rubor y la calma,

y mis manos se congelaban,

sangraban,

se rompían,

intentando en vano romper

tu transparente, frío y cruel

caparazón de hielo;

yo me reprendía

por no poder saciarte.

Y sonreía del dolor de odiarte,

y lloraba del placer de amarte,

y lentamente se me cerraban

las Puertas del Cielo.

Ahora mi oscuridad es aún más negra

y pesan como mil siglos

el horror de mi pecado

y el vacío de tu ausencia.

Y cruzo la última puerta,

mientras se escapa de mi cuerpo

la última gota de vida.

Y muero con tu nombre en los labios.

Y es mi último pensamiento

que, tal vez

(sólo tal vez),

todo ha sido culpa mía.

Laura T. Serradil

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