Julio giró la vieja llave de bronce del cuarto de los triques y empujó las hojas de madera de mezquite, rechinaron con el impulso. Un tufo agrio, de humedad y olvido, salió a borbotones de la estancia. El muchacho tosió y se colocó el cubrebocas que llevaba en su brazo izquierdo.
La habitación no era como se la habían pintado sus abuelos ni su madre, quien pronto lo alcanzaría para tomar posesión de la casona de sus antepasados después de un largo litigio.
La pieza era grande, tapizada en papel color marrón con flores vintage, con molduras de madera oscura para ocultar la unión con el techo. Casi a un cuarto del piso, otra moldura del mismo tono, terminaba el papel y revelaba una pared de sillar empastado en color bermellón.
Realmente era una recámara. Tenía una cama con respaldo en tubos de bronce, dos burós, un secreter, una cómoda y un peinador, todos de madera finamente labrada. Pero no tenía ventanas. Había una puerta que parecía resguardar un cuarto de aseo o un retrete.
—Hay mucho trabajo, ¿por qué la clausuraría mamá? Es bonita la pieza— dijo, acomodándose la gorra y el cubrebocas. Ajustó los guantes de látex y fue al coche por los aperos de limpieza.
Quería agradar a su madre; por ello, sin dilación, limpió con ahínco y destreza, deteniéndose por momentos a observar algunas manchas ligeras de moho negro en las paredes. Si no conociera lo que era la pareidolia juraría que las manchas eran retratos de hombres y mujeres pintados al carbón. Las veía una y otra vez, y más se convencía de lo que creía, pero recordó el comentario de que su padre le había hecho antes de fallecer: “Uno siempre ve lo que desea ver”.
Rio y terminó su faena en esa habitación, que realmente no podría habitarse en ese día, como deseaba. No correría el riesgo de que el moho pusiera en peligro su salud. Y ya llegaba la noche.
Llamó a su madre en repetidas ocasiones, pero no recibió respuesta. Le envió un mensaje y decidió recorrer la casona. Avanzaba despacio por el largo pasillo interno que lindaba con el patio embaldosado y con una fuente al centro, e iba encendiendo la luz. Los candelabros incrementaban el resplandor, pero también colocaba brillos y penumbras en su camino. Llegó al final y con una sonrisa regresó contando los pasos para conocer la distancia y pasar mejor el rato. Distraído en ello, llegó al inicio. Un cuchicheo apagado se oía dentro de la habitación recién aseada, que ahora olía a cítricos. Pensó que era su madre y lentamente abrió la puerta.
Un enredo de susurros, chillones y grotescos, retumbó en su cabeza. Cayó de rodillas, con la respiración entrecortada, babeando, los ojos saltados. Apenas pudo ver que las figuras de moho se convertían en personas y bailaban a su alrededor, contorsionándose, riendo, murmurando en sus oídos algo ininteligible. Julio rodó por el suelo y quedó hecho un ovillo. Las voces de los entes se hicieron cada vez más intensas y entonces comprendió lo que decían: «¡Mátala!, ¡que se pudra!, ¡toma su sangre!», una y otra vez, entre risas groseras y empujones. La oscuridad lo llenó todo y sintió su hálito, insignificante y aleve, elevarse hasta el muro que sostenía la casa.
Su madre lo encontró otro día tirado, arrugado, despegado del mundo, con la mirada y la voz perdidas en las paredes. A veces rompía su mutismo con una risa estrambótica, que desfiguraba su rostro y hacía saltar sus ojos hacia el muro de carga; luego, volvía al letargo, retorciendo su cuerpo.
Días después, un psiquiatra diagnosticó estupor catatónico. La mujer le aplicó el tratamiento, pero, en su interior, negaba toda relación con aquello. Su hijo había sido siempre un hombre equilibrado y feliz. A menos que… no podía ser. ¡Ya eran tantos años!
Una mañana, el muchacho se levantó y, su madre, alegre por su reacción, lo abrazó con fuerza. Julio le destrozó el rostro de un mordisco y comió de su cuerpo hasta hartarse. Rompió en una carcajada y su carne se hizo polvo. Esa misma tarde, su rostro apareció, sonriente, entre las figuras de moho negro de aquella pared. Lo que quedaba del cuerpo de su madre se pudrió en la soledad.
(Cuento ganador del Primer Lugar del 1er concurso estatal de cuento de terror «Juan Francisco Benitez»)
Francisco Juventino Ibarra Meza