Cautivo entre aquella tenebrosa penumbra, Anselmo sintió un leve cosquilleo en su pie izquierdo, lo ignoró, supuso que era un calambre por el sopor del encierro y la incomodidad de la inhóspita catacumba. Como pudo, decidió acostarse boca abajo en aquel reducido espacio para aminorar la molestia. El hormigueo siguió por la pantorrilla, el muslo, hasta provocarle un ligero hundimiento en la nalga.
Le habían dicho que en aquella celda de la muerte un aterrador espectro venía por el alma de los pecadores que habían delinquido o robado otras vidas. Él no había hecho eso, él era borracho y pendenciero y le había partido la madre a más de cuatro, pero nada más. De repente le daba por golpear mujeres, por eso estaba solo, ninguna soportaba sus malos tratos, ni siquiera su madre. Ensimismado en sus pensamientos, estiró ambas piernas y arqueó la espalda intentando relajarse y aquel peso extraño que lo incomodaba se movió desde su nalga izquierda hacia su coxis.
—Ha de ser la pinche ciática otra vez —se dijo.
Respiró hondo, se sintió tranquilo pero su glúteo seguía tembloroso, como palpitando, anunciándole que algo no estaba bien. Quién sabe cuánto tiempo había transcurrido y ahí seguía, sitiado por las húmedas y frías baldosas de aquel calabozo que, sabrá Dios quién construiría, para convertir a los hombres de nuevo al bien.
«Qué soberana estupidez…» pensó.
De repente, en su delirio, por algunos momentos le ganaba el miedo y se imaginaba que el mismísimo Satanás podría aparecer convertido en un asqueroso batracio que lamería su piel hasta envenenarla para luego devorarlo entero, pausadamente, mientras un sudor frío perlaba su frente. La noche se antojaba demasiado larga y él estaba dispuesto a no dormir un solo instante.
—No vaya a ser el pinche diablo —se decía. Y pelaba los ojos que, por el desmesurado esfuerzo, empezaban a enrojecerse como tomates. Todavía bocabajo movió su cabeza de un lado a otro hasta que chasquearon sus cervicales. La nuca le dolía y sentía ya agujas en los globos oculares que comenzaban a agrietarse como tierra seca. El insomnio, afortunadamente, sería su aliado en aquella adversa noche. El rígido dolorcillo se había asentado en la base de su espalda y comenzó realmente a preocuparse.
«¿Por qué le llamarían la celda de la muerte?» se preguntaba intrigado, aunque suponía la razón. Según contaban las ancianas de aquel lugar, todos los presos que iban a parar con sus huesos a esa siniestra mazmorra terminaban muertos y con una mueca de horror en sus rostros. Que si al diablo, que si un fantasma, una bruja, o quién sabe qué verían para acabar sus días de aquella manera tan espeluznante. El cuerpo rígido, las manos crispadas, los ojos desorbitados, como si fueran la más horrenda representación del miedo.
Como nunca nadie vio a los muertitos, algunos lugareños incrédulos decían que no era cierto, que era un mito, una leyenda creada por los celadores, una mentira inventada por la autoridad para asustar a los malhechores; que estos salían “vivitos y coleando” y se iban para siempre del pueblo o los trasladaban a la prisión de la ciudad, decían. De cualquier forma Anselmo no quería terminar sus días así, ni vivo preso ni muerto endemoniado. El pavor comenzaba a invadirlo, se removía inquieto en aquel apretado espacio, se restregaba los craquelados ojos, se los abría con los dedos, se daba pequeñas cachetadas en las mejillas con las palmas de las sudorosas manos para mantenerse despierto y esperar victorioso el nuevo amanecer. No sería mala idea redimirse y portarse bien.
«¿Qué hora sería?, ¿acaso no iba a poder permanecer despierto toda la noche como se lo había propuesto?» se cuestionaba cada vez que el sueño intentaba vencerlo.
El tiempo transcurría lentamente. El olor a humedad inundaba el sombrío aposento del pobre hombre aquella fatídica noche. La extraña sensación de un minúsculo peso, como una bola dura y rodante con patas, se desplazaba ya por su media espalda subiendo hasta su cuello y allí se detuvo un momento. Con la respiración entrecortada, jadeando de terror al saber por fin porqué éste iba creciendo dentro de él sin aparente razón. Torciendo la cabeza entre la tenue luz que la luna llena filtraba en aquella tumba viviente, lo vio posado en su hombro, provocándole la horrible sensación de saberse perdido, vulnerable, olvidado, solo, abandonado a su suerte y comenzó a rezar los pocos retazos que le había enseñado su abuela. ¿Serían redimidos sus pecados? Todo resultó inútil.
Sus manos, sus brazos, sus piernas, su cuerpo entero comenzaron a crisparse, a endurecerse. Fue entonces que se conjugaron todos los males del mundo y sus ojos se abrieron desmesuradamente cuando el negro aguijón perforó inmisericorde, reventándole el cuello, la cobriza piel de aquel provinciano quien develaba por fin, aunque sólo para sí mismo, el pavoroso y apocalíptico misterio. y corroboraba con su sacrificio la leyenda de la celda de la muerte tan conocida en aquel árido pueblo de Durango.
Pero, ¿fue así como sucedieron las cosas?
Dicen que el animal era un horroroso escorpión casi prehistórico y de un tamaño poco común, que a tientas en la semioscuridad Anselmo lo tumbó de su cuello de un manotazo y lo atrapó bajo su viejo sombrero y allí, con el aterrador arácnido sometido permaneció hasta el amanecer cuando le dijo al aturdido carcelero, quien esperaba verlo muerto y petrificado por el terror, que le tenía una sorpresa. Sólo debía levantar el raído sombrero, pero le dijo que antes se prepara con un garrote o algo parecido y que pidiera ayuda porque iba a necesitarla. Aquel guardián del orden gritó horrorizado cuando vio al enorme y negruzco bicho, conocido como alacrán en estas áridas tierras del norte, con el aguijón de la cola levantado y dispuesto a ensartarlo para inocular su veneno a quien se dejara, pero la retahíla de garrotazos que recibió acabó para siempre con aquella maldición de la celda de la muerte.
Aunque en realidad dicen que las cosas no sucedieron así y Anselmo ya no vive para contarlo y menos para aclararlo.
Cuento ganador del tercer lugar del 1er concurso estatal de cuento de terror «Juan Francisco Benítez».
Tomás Coronado Rodríguez