Entonces todo se inmovilizó. Inmóvil el mar, sin una ola que lo meciera y sin embargo el dibujo perfecto de cada una de ellas. Inmóvil la brisa que ya no movió la hoja, la flor o la melena oscura de Matilde. También Matilde inmóvil al borde del acantilado como si fuera a emprender vuelo con los brazos extendidos y la cabeza alta. Más lejos las bandadas de pájaros crearon sombras quietas en el cielo. Vi el humo de la usina en perfectos arabescos inmóviles y el tren en lontananza siempre cruzando el mismo puente. Vi faldas quietas al borde del camino y hombres como fantasmas sin el menor movimiento. Y más allá fijos los estandartes de la alcaldía y en los bordes de mi cuerpo fijas tres mariposas rojas.
Quedé fascinado, era como si lo hubiera estado esperando, de modo que apunté con la cámara y saqué varias tomas desde diversos ángulos. La luz que antes creí acentuarse sobre los cactus a mi derecha y avanzar sobre la arena, al no moverse, habían dejado de crear grietas luminosas. Esperé ansioso por descubrir otros fenómenos en el paisaje que ahora yacía quieto como si estuviera muerto, pero eso era todo. Grité el nombre de Matilde para que siguiera su vuelo, no hubo respuesta, tampoco sé si en verdad grité o fue el gesto mudo de una impresión íntima, una apariencia. Ahora quise amplificar la perfección del momento para apretar el obturador y sacar todo el provecho posible de ese paraíso congelado. Sin embargo, en el momento que vino a mi conciencia la palabra congelado un escalofrío de horror me atravesó la espina dorsal. O yo estaba muerto o se había muerto el mundo. Lo único que supe de golpe es que la perfección del paisaje me había quitado la vida.
Coral Aguirre.