Me doblé en dos, aunque ella me regara cada día, fui doblándome casi sin darme cuenta hasta que mi esbelto tallo tan frágil como el ala de las mariposas que en sus migraciones alguna vez me han acariciado, no tuvo fuerzas para seguir erguido. Sentí el desmoronamiento de mi existencia en la forma en que cada liquen se retorcía de dolor y sucumbió. Luego pude advertir la lividez de mis bordes que poco a poco tendieron a sumirse y retorcerse hasta desaparecer por completo. Quedé así desnudo y expuesto. Miraba en mi derredor mientras tanto para ver si tenía la posibilidad de asirme a algo vivo que me sostuviera. Cuánta distracción de mi parte. Mientras yo me alzaba entre mis hermanas, las otras especies habían sucumbido acaso como yo sin advertirlo de verdad, y ella la regadora, tampoco tuvo atención para ello. Recordé que las últimas veces en que con su recipiente de cristal me había asperjado tosía mucho. Y también recordé cómo se dobló en dos al igual que yo ahora y escupió su savia roja.

Apenas llegaba a percibir la luz en mi progresivo desmayo. El sol se convirtió en un rehilete pálido que danzaba sin que yo pudiera fijarlo y sentí los crujidos no sé si de mi propia piel, o de los árboles en mi derredor que todavía no habían muerto. La lenta agonía proseguía en todos los seres vivos que habían palpitado por siglos en mi compañía. Vi papeles que volaban, huesos sueltos, restos que se revolvían en medio de la catástrofe vital. Oí voces también, muy débiles y algunas letras que no entendí en esos papeles con grandes títulos. No quise saber más. Estábamos rindiéndonos al mal que las mismas criaturas humanas nos habían infligido a nosotros y a sí mismas.

Coral Aguirre.