Desvanecerse otra vez

El verano resultaba la mejor temporada del año para lanzar el cohete a Calisto. Aun así, con todo y la frágil atmósfera, era casi imposible esperar un mar sereno en aquellas regiones. El irregular oleaje hacía bailar a las estructuras superficiales de un modo peligroso. Había que aprovechar algún momento de calma para asegurar la estabilidad del vuelo, pero la rudeza de las aguas y el tenue pero cortante viento, hacían pensar que el lanzamiento habría de nueva cuenta aplazarse. Los cuatro tripulantes flotaban impacientes en la cápsula. 

Su origen terrestre y haber evolucionado a partir de hordas de primates en constante amenaza por múltiples depredadores era la explicación estándar para lograr encontrar algún sentido en las extrañas ideologías de los Desvanecidos. Ideologías y maneras de organización ciertamente disparatadas que les llevaron finalmente a una rápida extinción precedida de una dolorosa decadencia. Con certeza cristalina como el agua de los vastos océanos de sus mundos, desde hacía siglos los estudiosos en las lunas de Júpiter y Saturno desmenuzaban la historia trágica de los Desvanecidos. Por ello la amenaza creciente del gobierno radicalizado de Calisto, que tomaba apologética inspiración en los Desvanecidos, resultaba un fenómeno tan desconcertante. Desde la plataforma de lanzamiento submarina era difícil imaginar la violencia del ambiente en la superficie. Un vuelo tripulado a Calisto significaría un acto diplomático que violaría todos los tratados, pero la situación política lo ameritaba. Bajo otras circunstancias el Jefe Aeroespacial habría suspendido el despegue, pero que el Vicecanciller fuese uno de los tripulantes anulaba cualquier margen remanente de decisión.

—¿Qué esperamos para el despegue? —rugió el Vicecanciller por el sistema de comunicaciones.
—Le pido paciencia, señor —contestó serenamente el Jefe Aeroespacial—. Las condiciones aún no son las óptimas.
—¿Y cuándo han sido los elementos gentiles con los de Encelado? Emergimos desde el fondo para domar la superficie inhóspita de nuestro pequeño mundo y luego domar otros mundos peores. Lo hicimos sin las ventajas que tuvieron aquellos primates para domesticar el fuego y para explotar su mundo. ¡No acabaremos desvanecidos en guerras fratricidas como ellos!
La arenga provocó vítores en la sala de control aeroespacial.
—Inicien la secuencia de despegue —dijo el jefe sin perder su calma.

El instrumental que flotaba antes quieto comenzó a moverse en una especie de danza. Los tableros, pantallas, cables y controles parecían un cardumen compuesto por miríadas de peces luminosos cuya solidez contrastaba con el lánguido personal a cargo de todos aquellos instrumentos. Brazos largos y transparentes de pronto se tornaron un gracioso motor. En la superficie el cohete comenzó la ignición con una violencia que casi hizo desmayar al Vicecanciller, quien no sólo era novato como astronauta, sino apenas era la tercera o cuarta vez en su vida que subía a la superficie. Con todo y la burbuja protectora de la cápsula, cualquier vaivén era de una intensidad inaudita para el habitante común de Encelado. Desde las pantallas de la sala de mando, en cambio, el explosivo despegue no era más que silente luz. Una vez libre el cohete de la débil gravedad de aquél mundo y habiéndose convertido en un pálido punto que en las pantallas contrastaba contra la gigante roja que era el Sol, la danza en la sala de controles se fue apagando y el personal regresó a una calma absorta. El Jefe se infló de agua y comenzaron a verse burbujas y remolinos bajo su piel casi transparente. Expulsó el agua y abandonó velozmente la sala de mando, dejando tras de sí una estela silenciosa.

Arturo Berrones Santos

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