No he faltado un solo martes a mis terapias con el doctor Lozano. Me obligan a hacerlo, mas no protesto; admito que mis variados problemas personales me mantienen atada a este diván.
Además, tras dos años de asistencia perfecta, le he tomado cariño. A estas alturas, adivino que Lozano me conoce casi más que yo. Estuvo aquí cuando superé mi depresión, mi alcoholismo hasta en mis cada vez más frecuentes bloqueos de escritora.
En ocasiones, suele lanzarme comentarios analíticos con terrorífica precisión que consiguen incomodarme; me hace sentir vulnerable, incapaz de mentirle. Él lo sabe, se percata de ello gracias a la mirada que pongo cuando me pregunta por mis hijas, esas que tenía prohibido ver desde que comencé con la terapia. ¿Qué cree? Ya no he pensado en suicidarme.
Me da risa que no pueda ocultar su sorpresa; es la primera vez que me escucha decir eso. Sé lo que piensa, es un gran avance pero no le parece suficiente. Siempre ha preferido indagar hasta el abismo, eliminar el resto de posibilidades por más absurdas que parezcan. Quiere que sea feliz de verdad, no que aborde un absurdo expreso a la salud, un autoengaño fugaz para salir del paso. Indaga sobre mi autoestima, sobre mi nihilismo, sobre mis cada vez menos frecuentes pero siempre incontrolables impulsos de autodestrucción.
He estado pensando, doctor; durante años creí que la existencia humana era insostenible.
Hasta comencé a vernos como un problema, usted sabe, que no deberíamos estar aquí, en este mundo. La lógica más radical nos lleva a conclusiones nada reconfortantes. La humanidad siempre será la misma porquería, por eso he tratado de matarme poco a poco en los últimos años. Aun sabiendo lo anterior, he encontrado un pretexto para vivir. Hace un momento me preguntó por mis hijas. Volví a verlas. Fue un reencuentro duro, pero valió la pena. Ya no me tienen miedo. ¿Se da cuenta? Así el mundo sea una mierda, me gustaría vivir para al menos sentir esta clase de alegrías, mientras pueda. Para mí, es lo único que vale la pena en el mundo.
—Hace un par de meses podría jurar que no había nadie que te importase, ni siquiera tus hijas.
—Ellas me hacen feliz. Quiero vivir para devolverles ese sentimiento tanto como pueda.
—Y esa misma vida, ¿la darías por ellas?
—Sin pensarlo.
Presiona el mismo botón bajo su asiento que las yemas de sus dedos tenían rozando desde hacía media conversación. Todo a mi alrededor se torna azul, cuadriculado, como si estuviéramos dentro de una realidad que se cae a pedazos. Me aferro al diván. No entiendo nada. Lozano parece tranquilo. ¿Qué pasa? ¡Dígame! Pero no me dice. La habitación es diferente. Ingresan tres personas de batas blancas. Abordan a Lozano, se encasillan en una conversación a la que no estoy invitada y en la que de cuando en cuando me dedican miradas sobre el hombro. Me aproximo con cautela y oreja alzada. Quiero escuchar, tengo qué.
—Modelo de repuesto maternal tras defunción: 5A-M4-N7-HA. Inició hace dos semanas cuando su propietario la reportó como averiada. Comenzó a cuestionar sus funciones programadas, a dar opiniones, a hacer preguntas, y finalmente, a negarse a acatar órdenes, sobre todo las referentes al acompañamiento carnal. En cuanto su dueño le dijo que su principal función era la de cuidar de sus hijas, dedujo que acabando con ellas sería libre, fue cuando las atacó. Una vez aquí, se le instalaron recuerdos falsos para indagar en el problema. Resultó ser el error #404 de la anterior actualización. Tras un formateo parcial, aprobó el test de Turing. Está lista. Sólo queda reiniciarla de fábrica para enviarla de vuelta junto con el resto.
Hector Daniel Martínez