Se habían arracimado alrededor del fuego como de costumbre. Sus voces retumbaron en la soledad del cenagal. También en el páramo y en la sabana. Trashumantes. Un montículo, una hondonada, un ojo de agua, tres árboles flacos, los retenía un instante o un día. Esta noche no hace frío, el verde lejano se ha puesto rojo y ellos saben lo que significa. El hambre y la helada, próximos. El cielo en tropel de antorchas, les alivia el miedo. Algunos se frotaron las manos por la impaciencia, mientras que otros con las cabezas erguidas se abrieron paso con la mirada puesta en cada guiño de luz.
Finalmente, una mujer pequeña e insignificante, ni vieja ni joven, ni alegre ni triste, comenzó a cantar. Era una voz larga que pronunció efes y eses, eles y emes, pero sobre todo uuuuu como si ululara y aaaaa como si llamara. De tal modo que surgieron sonidos de furor y de entusiasmo, de éxtasis y espanto. El grupo escuchaba arrobado a veces, trémulo otras. Algunos mecían sus cuerpos, otros sus cabezas, sonaron ecos en las bocas abiertas y cerradas y unas manos buscaron otras manos. La voz se volvía tierna o iracunda según el ánimo de los dioses, pero siempre regresando a la creación de los seres y las cosas y al poder grande de la lluvia, el mar, los ríos, esos dioses caritativos aunque de pronto los castigara vaya a saber por qué.
Este día la mujer pequeña narra la desaparición del sol en medio de la tempestad y de una gente, hombre mujer, niños, que se quedó solita en medio de la inundación sobre la faz de la tierra.
Un arco de silencio los confunde y los arropa. La tribu permanece callada en el arcano de la noche.
Coral Aguirre.