Me gusta buscar el lado amable de la vida.
O de la muerte.
Más ahora que un virus mortal se ha propagado entre la humanidad.
Siempre creí que en un apocalipsis zombie tendría que combatir contra legiones de muertos vivientes.
Me equivoqué: soy un zombie.
Y aquí estoy, rondando entre casas polvorientas y jardines descuidados, consciente de que sigo vivo de alguna forma, pero sin tener control sobre mis acciones. Es como viajar en un taxi donde al conductor le importo un carajo y me lleva a donde le dé la gana. El lado amable de esto es que el taxi no cobra, por decirlo de alguna manera; ya no necesito comer ni beber, soy inmortal. Es paradójico ¿no? No puedo morir, aunque tampoco es correcto si digo que puedo vivir.
No siempre fui así. Hace unos meses era un empleado como muchos en una ciudad como muchas. Luego llegó la pandemia. El virus que provocaba el estado de “muerto viviente” se dispersó en un primer momento por aire, como la gripe, aunque peor.
Dicho sea de paso, extraño la gripe.
Luego, el virus se propagó por mordedura. Es desagradable, pero se veía venir. Deberíamos saber que un zombie se dedica a vagar de un lado a otro buscando a quién morder, y morderlo. Lo sabía antes por películas y libros, ahora lo sé por experiencia.
Mi esposa y mi hijo mayor, el adolescente, siguen en el barrio, andan de aquí para allá, sin rumbo. Sé que me reconocen porque yo los reconozco, aunque no nos buscamos mucho desde que estamos en esta condición. También debo reconocer que nunca fuimos una familia unida; estaba separado de mi esposa y mi hijo no me hablaba.
Mira tú, las cosas no han cambiado mucho. Estoy separado de mi esposa y mi hijo no me habla.
Mi hijo menor anda por ahí, hurgando entre los restos de la civilización, tratando de sobrevivir sin perder su humanidad. No me ha visto aún, y creo que tampoco a su madre ni a su hermano, porque nos llama de vez en cuando. Eso atrae a otros zombies que lo persiguen y entonces tiene que buscar de inmediato un lugar a dónde huir y esconderse.
Mi día pasa lento, sin novedades. Lo positivo del asunto, es que un zombie no tiene muchos pendientes ni preocupaciones.
Camino entre aparadores de tiendas, pero no necesito ropa nueva, pues los jirones que visto son suficientes. Tampoco me apetece el menú del McDonald’s de la esquina. Ya no comeré esa basura hecha con asquerosos cadáveres. El cadáver soy yo y me alimentaré de carne humana fresca y viva.
Vaya giro de la situación.
Me he topado con algunos vecinos que, al igual que en vida, fingen no verme para no darme los buenos días. Da igual, después de todo, tampoco los saludo, sólo busco una víctima. Cae la tarde y parece que el final del día traerá algo de suerte, porque estoy en un callejón, solo, cuando logro escuchar el alboroto de una huida. Una presa. ¡Sí! Ojalá corra hacia donde estoy yo.
¡Eso! Viene hacia acá. Por fin una buena noticia. Algo qué morder. Me emociono, aunque mi rostro no lo refleje.
Un niño corre entre la basura, huyendo de una horda de muertos que buscan devorarlo o añadirlo a la manada hambrienta. Se escabulle entre autos y camiones abandonados, entra al callejón donde estoy, seguro de que encontrará la entrada trasera de una tienda, pero yo estoy en su ruta de escape. La horda lo sigue y bloquea la entrada del callejón, el niño queda atrapado. Corre en mi dirección sin percatarse de mi presencia. Sólo en el último instante me doy cuenta de quién es.
“¡Papá!” Se oye su grito inocente.
Me observa, me reconoce y corre hacia mí, con los brazos abiertos, gritando “¡papá!”. Es demasiado pequeño para darse cuenta de que ya no soy su padre, que soy otra cosa. Sigue avanzando inexorablemente hacia su destino.
¡No a mi hijo! ¿Por qué yo? Detente maldito cuerpo, ¡DETENTE!
Pero hace mucho que mis músculos dejaron de obedecer a mi cerebro. Algo más lo controla y ese algo le dice que debe morder al niño que tiene frente a sí.
“Esto me dolerá más a mí que a ti”.
Me abraza.
Lo muerdo.
“Lo siento, no pude evitarlo. No fui yo, fue otro. Fue el virus. Fue el destino”.
Mi hijo me derriba, grita de dolor y huye hacia la salida que buscaba, pero ya está atrapado. En pocas horas el virus se propagará en su cuerpo. Por mi parte, sigo buscando estúpidamente a alguien más a quien morder porque ya no soy capaz de alcanzarlo.
El sol se pone y llega la oscuridad. Como no veo nada, me quedo inmóvil. Extraño las noches en que podía dormir y pasarme inconsciente un tercio de mi existencia. Hoy en especial, quisiera sumergirme en la nada, dormir sin sueños. La noche, con su negrura, es terriblemente aburrida, y ahora en la soledad de mi encierro corporal tengo que soportar un dolor que no puedo expresar porque ya no tengo lágrimas.
Amanece. La luz me da un poco de calor, supongo, porque desde hace buen tiempo que no experimento la sensación de tibieza sobre la piel, ni el frío, ni el dolor. Sólo la tortura mental de saber que nada volverá a ser igual. Salgo a la calle, formo manada con un grupo de mis semejantes; entre ellos se encuentran mi esposa y mi hijo mayor. Les dedico una mirada perdida.
Entones veo a mi hijo menor salir de una tienda. Me mira y supongo que me reconoce, pero ya no tiene interés en abrazarme. Da la vuelta y se suma a la horda hambrienta. Así es nuestra nueva existencia, monótona, sin sentido y aburrida… igual que antes.
O tal vez un poco mejor. Pues la vida siempre tiene un lado amable.
La familia está reunida.
J.A. Aubert