Es un día ajetreado en el lago de Xochimilco y Toño, el remero de “Rosita II”, lleva a una gran familia que está de fiesta. Luego de una tarde llena de risas, canciones, bailes y bebidas alcohólicas, una de las pasajeras olvidó su bolso en la trajinera. Toño, fiel a su mala costumbre, lo escondió para después revisarlo, por lo que negó por completo haberlo visto cuando uno de los miembros de la familia regresó a la trajinera a preguntarle. Al enterarse de la respuesta, el resto de la familia volvió al embarcadero para encarar al remero, “Rosita II” ya había zarpado.
Luego de ocultarse el sol, Toño navegaba por los canales más desolados y poco transitados del lago, levantando fango que llevaba años asentando y llamando la atención de guardianes ancestrales del lugar. El remero encontró en el bolso unos billetes, para nada una cifra estratosférica, pero los suficientes para poder comprarse las cervezas suficientes para embriagarse esa noche. Acto seguido, lo aventó al lago con el resto de pertenecías que consideró basura. Cuando se disponía a regresar al embarcadero, una niebla densa y un descenso drástico en la temperatura comenzó a dispersarse por el lago. Divisó a lo lejos a una persona en un islote, y a medida que se acercaba logró distinguir que se trataba de un enjuto anciano que le pidió llevarlo a otro islote del lago. Le prometió una buena paga, por lo que el remero aceptó. Cuando abordó “Rosita II”, Toño no sintió ningún movimiento en su trajinera, atribuyéndolo al cuerpo extremadamente delgado de su pasajero; sin perder un segundo, lo analizó de pies a cabeza buscando algo a lo que pudiera sacarle provecho. Su codiciosa mirada se fijó en la cintura del viejo, en un pequeño saco de cuero que colgaba del cinturón. Seguro llevaba dinero ahí, pensó el remero. Durante el trayecto, que no era más allá de treinta minutos y no desviaba de su regreso a “Rosita II” al embarcadero, no cruzaron palabra alguna; el lúgubre silencio en el ambiente era interrumpido por la trajinera rompiendo el agua y unos esporádicos aullidos de perros que se escuchaban a lo lejos.
Al llegar a su destino, el anciano le pagó al remero con un centenario de oro que sacó precisamente del pequeño saco, despertando más aún la codicia y ambición de Toño, quien miró hacía todos lados para cerciorarse que nadie pudiera ver el acto atroz que se disponía a cometer. Fácilmente podía golpear al anciano, arrebatarle el saco, y arrojarlo por la borda al lago. Que muriera o no, eso no era problema suyo. Cuando se acercó al viejo este comenzó a desnudarse, mostrando su cadavérico cuerpo y dejando a Toño completamente atónito. Los aullidos de los perros se intensificaron, al igual que el frío y la niebla. El rostro del viejo empezó a deformarse, sus colmillos comenzaron a crecer; un pelo negro azabache unió sus cejas y empezó a cubrirle el rostro; la boca y la nariz se proyectaron a la vez que las orejas crecían puntiagudamente, poco a poco fue tomando la forma de la cabeza de un perro, y la escasa carne que aún tenía sobre su cuerpo se le pegó más aun a los huesos. Los aullidos cesaron repentinamente y el sonido de mil voces en una pronunció: Por tu codicia y ambición, permanecerás en este camino hacia el Mictlán. Te sentencio a estar entre ambos mundos sin poder parar.
Un fuerte y doloroso aullido interrumpió la noche fría en el lago de Xochimilco. La niebla se hizo más y más densa y la temperatura bajó hasta el cero centígrado. Los perros aullaron lastimosamente durante toda la noche.
La mañana siguiente, en el primer viaje del día, se encontró la trajinera “Rosita II” varada en el canal sin indicios de su remero. Era bien sabido que Toño solía emborracharse abordo al conseguir un buen botín, pero cuando se acercaron a la trajinera no se encontró nada en ella. Nada salvo un ajolote que, asustado y veloz, brincó al lago para escabullirse y perderse en las frías aguas.
José Miguel Rangel Morales