El bucle

Aquel día al llegar a casa y precisamente en el momento de disponerme a abrir la puerta, me vi saliendo por ella. Intrigado decidí seguirme. En ese momento alguien usó el ascensor y su puerta se eclipsó; sorprendido, me observé abordar las escaleras para iniciar un rápido descenso hasta el portal. Sólo un tramo de peldaños me separaba de mí en la insólita persecución.

Salí a la calle y comencé a caminar apresuradamente sin rumbo fijo; volví la cabeza sin atenuar el ritmo y… allí estaba yo siguiéndome a escasos metros, temeroso avivé el paso.

Bajo ningún concepto quería perderme de vista y aceleré la marcha, alargando todo lo que pude las zancadas y aumentando su ritmo hasta reducir la distancia que me separaba de mí, consciente de que la proximidad con la avenida principal incrementaría el número de transeúntes y sería fácil perderme. 

Volví la cabeza de nuevo y, al verme tan próximo, me invadió un temor inexplicable, por lo que comencé a correr, aterrado, sin saber en realidad porqué lo hacia, dominado por un irresistible deseo de alejarme de mí lo máximo posible, aturdido, sin poder reparar en aquel agudo zumbido que se aproximaba veloz como un disparo, hasta que me atravesó como una explosión interna.

Cuando comencé a correr y crucé la avenida con el semáforo en rojo, desde la acera quise advertirme del peligro de aquella moto de gran cilindrada que se aproximaba bramando a increíble velocidad,  pero no tuve tiempo de hacerlo. Paralizado, observé lleno de espanto el brutal impacto que me elevó varios metros del suelo, mientras mi cuerpo giraba alocadamente como las aspas de un molino. Mi cabeza fue lo primero en golpear contra el asfalto al caer, produciendo un sonido seco, como el de una tabla al quebrarse. Sentí que la vida se me escapaba en aquel invasivo charco de sangre que se alejaba de mi cuerpo tendido, y entonces, al verme en pie al otro lado de la calle, desde el suelo hice con la mano un titubeante signo de negación que no llegué a comprender. Unos segundos después el brazo quedó inerte. No quise acercarme para comprobarlo, pero supe que había muerto. Rápidamente el lugar se llenó de curiosos y policías. 

Volví a casa, traumatizado por la terrible e inexplicable experiencia vivida. No sé las horas que pasé sentado frente al televisor apagado, con la mirada perdida, analizando inútilmente lo ocurrido; eran tantas las incógnitas a despejar… ¿Qué quise decirme con aquel movimiento de negación de mi mano? ¿Me había vuelto loco? Nunca pude imaginar que esa casa antigua del casco histórico a la que me había mudado tan solo hacía tres días pudiese depararme aquella terrible vivencia. De repente sentí que me faltaba el aire y decidí volver a la calle, pero cuando abrí la puerta para salir, vi que me disponía a entrar. Ignoré el ascensor y me lancé contra las escaleras en un descenso vertiginoso; me estaba siguiendo, sentía mi aliento en la nuca. Salí a la calle corriendo presa de un pánico que anulaba mis sentidos, sin percatarme de aquel agudo zumbido que se aproximaba veloz como un disparo, hasta que me atravesó como una explosión interna.

Tumbado sobre el asfalto, con la cabeza ligeramente ladeada que parecía flotar sobre el charco de sangre por el que se me escapaba la vida, pude verme en pie al otro lado de la calle, observándome desde la acera con una expresión desencajada, y entonces, como en una mística revelación lo comprendí todo: era la casa, sí, la vieja casa albergaba una terrible maldición. Quise gritarme que no volviese jamás a entrar en esa casa demoníaca, que me alejara de ella, pero apenas si tenia un hilo de voz y estaba demasiado lejos para escucharme. Con mi último aliento levanté la mano y con un gesto de negación grité mentalmente «no vuelvas a entrar, por dios, no vuelvas de nuevo a esa casa, no entres en ella, no entres…», pero no sé si comprendí la señal. Aún pude verme dar media vuelta y alejarme en dirección a mi casa; después, todo se oscureció…

Esteban Fernández

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