Se viste para su carrera habitual alrededor del lago. Pantalones bolsudos, el sweater blanco de cuello alto porque hoy hace mucho frío, los calcetines de lana, los tenis. Está amaneciendo. Sale dispuesta a no detenerse una sola vez. El sendero está húmedo y resbaladizo, hojas secas se le adhieren a las zapatillas. Comienza la marcha. Respira a ritmo. Cuando la curva se acerca demasiado al borde del agua, trata de no mirar al centro. Siempre le produce un cosquilleo miedoso, algo como un temblor mirarlo de lleno. Dicen que en el centro de los lagos residen criaturas extrañas. Se quita el temor con risa y aprieta el andar. Verde, la superficie azogada, verde otra vez, reflejos, lodo, y el delicioso olor de la naturaleza despierta. Respira profundo, gozosamente. La vuelta completa la deja exhausta en el punto preciso donde comenzó. La puerta de su casa está abierta. Cuánta distracción de su parte. Nunca le había sucedido. Exactamente en ese momento se percibe otra vez corriendo en la misma curva próxima a la orilla. Algo rugoso y caliente le pega en la cara. Una pata, algo así.
Abre los ojos, está extendida sobre el sofá de la sala. Advierte que alguien la ha cubierto con la manta roja. Se yergue un poco, puede ver perfectamente el ángulo de la cocina donde el sweater blanco, los pantalones bolsudos, ella misma, prepara el desayuno. Quiere gritar pero es como si el aparato fonador, el conjunto de sus cuerdas vocales, hubiera sido trastocado. Que no me mire, ruega, que su mirada no se cruce con la mía porque me voy a caer muerta. Exactamente cuando está pensando eso, la otra ella se estira con placer y anuncia, El desayuno está listo. Entonces extiende la mano y, no, no es mano, es pata.
Coral Aguirre
