El acto final de un melancólico

—¿Quién hablara de terror sino aquellos que se encierran en sus melancolías? —leí en la amarillenta página—. Cuando los truenos aúllen y los mares se enfurezcan, las olas de la otredad arrojarán el fruto del abandono —tras el enorme ventanal el cielo empezaba a ennegrecer, pasé la hoja—. Dulce tristeza, envuélveme en tu lengua de agonía y háblame de tus horrores.

Cerré el libro y lo dejé sobre la mesa. El aura de maldad que expedía su grisácea cubierta y sus cerosas hojas me provocaban un aletargo que sólo se disipaba, vagamente, con la vista al inmenso mar, que se extendía más allá de las ventanas de mi biblioteca. Me levanté, tomé el portavelas y me dirigí a la sección de biología marina. La oscuridad fue reptando por la extensa habitación a medida que el viento arreciaba, dejé la vela sobre un estante y busqué un lomo rojo: “Biología de invertebrados marinos” por Esthela G. Hubbert. Suspiré y regresé a mi sillón.

 Abrí el libro y observé su foto, tan joven y entusiasta, bajo la imagen había una descripción: “Chamber y Esthela Hubbert, Bahía de Ipswich, MA. 11/03/1939”. Mis manos empezaron a temblar, afuera la lluvia empezó a caer.

Seguí hojeando el viejo libro, pero me detuve en el apartado del filo cnidaria, particularmente en ilustraciones de distintos tipos de medusas. Recordé su porte de artista, y a sus hábiles manos que plasmaban cada parte de los organismos marinos. Un trueno me sacó de mis tribulaciones, volví a suspirar y seguí admirando los dibujos.

Hice una breve pausa. Afuera el sombreado mar laceraba los riscos enfurecido. Mi mirada se fijó en una ilustración a media página: “Pelagia noctiluca” reconocía una nota escrita por ella. Su recuerdo enfrió mi corazón, las lágrimas se manifestaron.

Mis gemidos resonaban en la solitaria biblioteca, sólo silenciados brevemente por los violentos truenos. La tristeza se tornó en rabia y aventé el libro hacia el ventanal. Volví a leer el libro de la cubierta gris. «El lenguaje del dolor no encuentra razones, sólo miedos y enfermedad. Las llamaradas de la nostalgia queman la cordura y son anunciadas por explosiones incontrolables».

Un cegador rayo atravesó el cielo, con él se manifestó un trueno que irritó aún más al mar. Ante mis atónitos ojos, dentro de la tormenta se empezó a formar una negra y densa nube que se fue acercando con pesadez hacia las ventanas. Seguí leyendo el libro: «Tras la tristeza, la melancolía y la rabia siempre se esconderá el abrazo del olvido, nacido de las visiones muertas, como una intensa nube que me envuelve en su lecho desconsolado…» Envuélveme, prefiero vivir el abandono antes que el recuerdo. 

Me levanté y recogí el libro rojo, volví a ver la fotografía de Esthela. —Amada mía, no he encontrado razones para estar sin ti —dije mientras el nubarrón consumía todo el ventanal. Sólo quedó la luz de la vela—, por ello hoy me encomiendo al abandono… a mi melancolía.

Acaricié la imagen de mi esposa y me arrodillé rendido, llorando. La nube pareció reaccionar a mi llanto pues dejó de presionar contra las ventanas, hubo una breve pausa. La calma se adueñó de la biblioteca, parecía que la tormenta había cesado. Sólo los minúsculos rayos de la vela interrumpían la penumbra. Una última lágrima resbaló y mi respiración se agitó, no podía creer lo que veía. En las tinieblas del cuerpo del nubarrón parecían trazarse unas luces, extraños patrones de magenta luminiscencia. Me incorporé y temeroso fui acercándome al ventanal, mi trémula mano tocó el cristal anhelando poder sentir las luces en la nube.

Mi curiosidad innata me empujó a asomarme a través del ventanal, dentro observé unos finos tentáculos rosáceos y resplandecientes que se movían con parsimonia, como si estuvieran nadando dentro del fino velo negro del interior de la nube. Un olor a agua salada se apoderó de la habitación, la llama de la vela empezaba a extinguirse. Los tentáculos se aproximaron hacía mí, sólo el ventanal me separaba de su inigualable bioluminiscencia. Los patrones rosáceos y blancos enmarcados en la delgadez de los apéndices parecía indicarme algo, parecía que eran atraídos hacía el libro de la cubierta gris. La fascinante visión me cegó y, sin darme cuenta, las ventanas se quebraron frente a mí. La roja alfombra de la biblioteca se contaminó de los fragmentos de vidrio. Frente a mi únicamente estaba el nubarrón, con los tentáculos asomándose de ella con extraños movimientos danzantes. Volví a arrodillarme mientras la oscura bruma empezaba a invadir la habitación, la oscuridad nubló mi fuerza, las lágrimas regresaron —Esthela.

Parecía que la tormenta había acabado. El silencio era sepulcral, interrumpido sólo por mis lastimeros sollozos. El nubarrón invadió mi cuerpo, lo asfixiaba en su viscosa oscuridad. Mis latidos se aceleraron cuando vi que los flácidos tentáculos emergieron desde la nube. Una voz sepulcral brotó de la bruma —Chamber, déjame abrazarte una vez más. Embrujado por la voz me acerqué hacía los luminosos apéndices, que se extendían como lo único visible en la penumbra.
—Todo acabará pronto… la guerra, tu soledad y tu llanto. Sólo quedará tu abandono—. Dijo la bruma mientras el tentáculo me abrazaba y me arrastraba lentamente.
—Soy el fruto del abandono, el que te habla en la lengua de la tristeza, el resultado de tu nostalgia.

Los brillantes apéndices fueron consumiendo mi cuerpo con lentitud, mis lágrimas se fueron desvaneciendo a medida que me sumía en un cosmos de sepulcrales luminosidades.
—Bienvenido a los terrores de la melancolía.

Los tentáculos me soltaron en la infinita oscuridad. Aparecí flotando en un vacío mar gris, parecía agitado por una feroz tormenta. Frente a mi yacía un cuerpo hundiéndose, se trataba de un anciano con un libro gris en una mano y un libro rojo en la otra. Me alejé nadando valiéndome de mis delgados tentáculos, mientras mis últimos recuerdos humanos se hundían en el abandono del océano.

Dante Márquez

(Cuento ganador del segundo lugar del concurso Nyctelios 2022)

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