Antes de que escuchara la ratificación en boca de uno de sus fieles, el Pastor ya había preparado su reacción: torcer muecas hacía el aborrecimiento. Sin cambiar el semblante caminó al corral. Observó capturando todo a su alrededor. Luego sostuvo con las manos la cabeza del animal. Fijó la mirada, analizando. Dentro de uno de los ojos de la joven cabra se rompía el iris y las estrías formaban otra pupila horizontal.
—El signo demoníaco —sentenció.
Ninguno de los presentes se sorprendió ni cuestionó. La profecía anunciaba que el demonio se manifestaría con la pronta llegada de Jesucristo por segunda vez. Todo se estaba cumpliendo en los últimos meses. El hombre desenvainó y hundió el puñal en el cogote que sangró como manantial. Con esas acciones las mujeres y los hombres de la aldea se sentían satisfechos y fortificados, a excepción de Miryam que lo veía hacer mientras ahogaba gestos de reprobación.
La noche lanzaba chirridos blandos en el monte que daban el efecto de hundirse rápidamente en el silencio y volver a salir retrocediendo hacia el horizonte negro. Todo el pueblo dormía menos Miryam que esperaba los tres golpecitos. Al escucharlos abrió la ventana y dejó que pasara el Pastor.
Él sabía que estaba molesta, se lo había dicho algunas veces. Reprochaba verlo matar. Afirmaba que cuando lo hacía, ella sentía un nudo de pesadumbre que transitaba el interior del estómago y se enhebraba en todos sus pensamientos, agotándola. El hombre con palabras abnegadas que llegaban a lo pretencioso citaba de memoria parte de la Biblia que Miryam no sólo no escuchaba, sino que agregaba que a todos les interesaba esa parte, estaban idiotamente convencidos de todo ese palabrerío; el pueblo estaba arrodillado a los pies del único ser que sabía leer. Luego se tumbaba en la cama desnuda. Él, con la nariz cerca de las axilas barbudas de la mujer, prometía dejar a su esposa de una vez por todas.
Un día, luego de la misa, Miryam se acercó al Pastor en el momento en el que los demás fieles abandonaban la iglesia y con voz de circunstancia le confesó el embarazo. Él propuso que se casara con alguno de los muchachos de la comunidad, ellos eran fuertes y trabajadores, nada le faltaría al bebé. Posteriormente se acercó al oído y le dijo que podía llevarla a otro pueblo esa misma noche y esperar a que pariera; después dejaría al crío en buenas manos. La mujer lo examinó por unos segundos con una mirada prolija que desembocó en la decepción y aseveró que lo tendría en su casa, en la misma en la que la había alumbrado su madre.
Durante una madrugada los gritos de Miryam fueron estallidos violentos y cortos. Luego de unos minutos el recién nacido sólo pareció toser levemente como alguien que no quisiera interrumpir a otras personas en sus quehaceres. La mujer lo tomó en los brazos y palideció cuando el bebé pestañó. La comadrona, parada al lado de la cama, intentó recuperar el aire que pareció habérsele quitado de repente y se persignó mientras dejaba caer rezos de los labios. La madre exigió silencio y después la echó insultándola. Antes de ahogarlo con un almohadón examinó por última vez las dos pupilas pegadas en el ojo izquierdo. Con un vacío que daba el efecto de entrarle por la boca hasta llegar a la mente caminó descalza en dirección al monte, la noche se mantenía con fragilidad en un cielo pardo.
Cuando la mujer que dormía a su lado intentó despertarlo para que respondiera a los golpes de la puerta, el Pastor se negó mascullando insultos. Con la insistencia del llamado fue ella quien atendió a los inoportunos visitantes: la comadrona y el hijo mayor.
Al escuchar la noticia de los labios de su esposa, el Pastor se vistió aturdido y caóticamente, sin pronunciar palabra. Llegó pálido a la casa de Miryam. Tomó el pequeño cadáver y lo sostuvo entre los brazos. La comadrona lo vio encaminarse hacia el monte.
Ese día tardó en amanecer como si la noche se hubiese secado y tuviera que caer de a trozos en el horizonte amarillento. El padre de Miryam y carpintero del pueblo fue quien descubrió el cuerpo colgado de un árbol que se movía pendularmente por encima de una pequeña tumba. Con una de sus herramientas bajó al Pastor y con otra, lo enterró.
El nuevo Pastor que había llegado de lejos era un hombre sin barba, mandíbula fina, de ademanes ligeros y corteses, mostraba ojos celestes que con el sol de frente se hacían profundos y sosegados. Esa mañana cuando terminó su primera misa, la actitud inquieta y algunos murmullos de los fieles lo empujaron a pedir preguntas. El carpintero exigió que leyera de la Biblia la parte de la profecía, la segunda llegada del Mesías y con él, el diablo de las dos pupilas en un ojo. ¿Diablo con dos pupilas en un ojo? Cuestionó sorprendido el recién llegado.
Hugo Díaz
(Cuento ganador del primer lugar del concurso Nyctelios 2022)