El verano de un millar de años

Allá a lo lejos los cerros seguían ardiendo. Ameyali miró con atención las estelas de fuego que serpenteaban por las oscuras laderas. Se dijo que aún no era momento de preocuparse, pero año tras año los incendios resultaban más voraces. El peligro para las poblaciones aledañas se acrecentaba con cada nueva temporada.

La chica continuó haciendo presión sobre la pértiga pese a la fatiga y las dolorosas punzadas en sus brazos. Había reunido ya su cuota diaria, junto a ella se amontonaba media docena de costales repletos con envases de plástico. Ahora la apremiaba el deseo de regresar al jacal. Con suerte podría echarse un rato en la hamaca, antes de tener que atizar el carbón en la estufa para recalentar las tortillas y el atole una vez papá regresara de la recicladora.

La balsa se abría paso entre la densa capa de desechos que cuajaban en las aguas negras y oleosas del río. Hacía una de esas típicas noches cálidas de noviembre. Ameyali sudaba demasiado. Tenía ganas de quitarse la deshilachada blusa y dejarse sólo las sucias bermudas, pero ya tenía quince años, casi una mujer adulta, así que habría sido indecoroso de su parte. Al menos ahora que el sol se había ocultado tras el horizonte, convertido en una mancha inofensiva de fuego naranja, la oscuridad se adueñaba del cielo. Durante el día el calor había sido insoportable.

El humo comenzaba a cubrir la cuenca como una delicada cortina gris. En el aire caliente y pesado, el aroma de madera quemada se mezcló con la podredumbre de la basura. La chica de nuevo fue presa de la picazón en muslos y pantorrillas. Tuvo que dejar de empujar la balsa para rascarse las ronchas. Sin que pudiera evitarlo, sus uñas desprendieron varias costras recién formadas y las heridas volvieron a supurar. 

De pronto algo llamó su atención: un objeto brillante a escasas brazadas. Flotaba perezoso entre botellas, latas de aluminio, piezas de aparatos electrónicos y cuerpos de ratas ahogadas. Parecía destellar, pero en realidad reflejaba la escasa luz proveniente de las casuchas que atestaban la ribera.

Ameyali extendió la redecilla y la hundió en el sitio donde el objeto se mantenía a flote. Luego, con suma delicadeza, la izó de nuevo y vació el contenido en la balsa. Hurgó entre los desechos. La fetidez era intensa, pero de todos modos emanaba del río entero y ella había aprendido a sobrellevarla. Por fin reconoció el objeto. Lo tomó y lo alzó hasta la altura de sus ojos. Su redondez era casi perfecta, sólo interrumpida por una pequeña protuberancia que remataba en un agujero irregular; a través de este podía observarse un poco de la superficie cromada del interior hueco. Ameyali sabía que en su momento un colgante del color de la plata había sellado aquel agujero. No era la primera vez que recogía uno de esos objetos, aunque nunca tan completo. Aún conservaba su hermoso color magenta y quedaba algo de la brillantina dorada que en otro tiempo lo recubrió, era una verdadera suerte.

Al abuelo Tonatiuh le habría gustado mucho. O quién sabe, quizá lo habría puesto muy triste. Recordaba la nostalgia expresada en su viejo y sudoroso rostro cuando hablaba del mundo de su niñez, mientras el desvencijado ventilador zumbaba en la tarde calurosa.

 ―Una esfera navideña ―había dicho el abuelo la primera vez que Ameyali le mostró un fragmento―. Sí. Las colgábamos en los árboles de navidad. Apenas entraba diciembre nos poníamos a decorar el árbol. Era algo muy bonito, la verdad.             

Y luego, a petición de su nieta, se ponía a hablar de la navidad y del invierno. Describía las luces de colores chispeando sobre las calles del pueblo, los cantos de villancicos brotando de las iglesias, la algarabía de las posadas y el aroma a pólvora de los cuetes llenando la noche. “En las fiestas comíamos tamales, guajolote, romeritos y buñuelos con miel de piloncillo o azúcar, y las ollas siempre estaban a rebosar de ponche caliente.”

También estaban esas largas horas de frío. En aquella época, de acuerdo a lo que contaba el viejo Tonatiuh, las noches de noviembre no eran cálidas, pues desde que entraba el otoño los días se volvían frescos y ventosos. Luego venía ese frío que estremecía con su abrazo glacial, que lamía la piel hasta ponerla sonrosada e insensible, que empañaba de escarcha los vidrios de las ventanas, se colaba por debajo de las puertas y entumecía la nariz y los dedos de las manos y los pies. La gente salía a la calle envuelta en ropas de abrigo y el aliento se volvía blanco delante de los labios antes de disolverse en el aire gélido. “Allá en el norte llegaba a caer nieve. Todito se ponía blanco, las calles, los árboles, los campos. Aquí era muy raro, pero a veces, cuando de veras arreciaba el frío, los cerros más altos amanecían blancos también.”  

Ameyali no conocía la nieve más que en imágenes y por las historias de su abuelo. Sabía que las dos montañas que dominaban la vista de la gran ciudad, siempre peladas, yermas y abrasadas por el sol, alguna vez lucieron aquel elegante manto de blancura helada; y no sólo durante los días de invierno, sino por largos periodos de tiempo. Sabía que en otras partes del mundo había montañas mucho más altas en las que la nieve se mantuvo aferrada a sus cimas durante incontables años, pero hasta esos hielos eternos terminaron por desaparecer. Lo mismo ocurría en los llamados polo sur y  polo norte, donde los glaciares retrocedían día con día al tiempo que los mares crecían y devoraban la tierra. Todas las playas y costas que el abuelo Tonatiuh y sus contemporáneos habían conocido, al igual que la nieve, el invierno y los frescos otoños, se habían perdido para las generaciones actuales y para muchas que vendrían en el futuro.    

El calentamiento climático no había ocurrido de la noche a la mañana. La polución del aire, la deforestación y la incesante producción de residuos inorgánicos se habían sucedido en una lenta acumulación a lo largo de muchas décadas. Como consecuencia tendrían que pasar varios cientos de años, o quizás miles, para que las condiciones comenzaran a cambiar de nuevo.

Ameyali había escuchado todo eso por televisión, cuando el decodificador del viejo aparato llegaba a captar alguna señal. Cada vez era más difícil que el contenido de la red satelital franqueara la calina turbia de humo, polvo y nubes contaminantes que siempre cubría el cielo. Cosa muy distinta debía ser con los señores de allá arriba. Ellos gozaban de toda la programación que quisieran, así como de muchas otras comodidades. Allá arriba no se preocupaban del calor, de la contaminación ni de los incendios.

Llevada por esos pensamientos, levantó la mirada para descubrir que justo en aquel momento uno de aquellos trenes surcaba los cielos oscuros sobre la cuenca del río. Sus luces eran tan brillantes que, pese a hallarse muy lejos y muy arriba, podía distinguirse con claridad tras el paño brumoso de contaminación. Parecía un hilo luminoso cruzando la noche temprana. No se trataba de un tren en realidad (eso lo había oído Ameyali también en la televisión), sino un conjunto de estructuras encadenadas entre sí que resguardaban cómodas habitaciones y amplios espacios recreativos, lo que fuera que eso significase. Había muchas de ellas recorriendo la bóveda celeste, pero para Ameyali y las personas de abajo parecían trenes; como los del sistema llamado metro en los que la chica se transportaba cuando iba a la ciudad a cobrar la tarjeta de Ayuda Básica.

Ameyali apenas atinaba a imaginar cómo sería la vida dentro de esas estructuras. Desde luego no debía ser nada parecido a viajar en esos hornos sucios y silbantes que rodaban dentro de las entrañas de la gran ciudad. Y aquellos espacios recreativos con toda seguridad no eran como las calles que ella acostumbraba recorrer, siempre asfixiadas por el calor y por las masas de gente que se apretujaban entre los tianguis de chatarra.

No, por algo aquellas personas gastaban sus enormes fortunas para estar allá, y por eso no todos podían vivir en las estructuras, flotando felices entre un mar de estrellas.

Se decía que el espacio era frío, y se le ocurrió de pronto que quizá allá arriba todavía se celebrase la navidad. Quizás aún se adornasen árboles navideños con hermosas esferas de todos colores, se preparase ponche caliente y se cantaran villancicos en el vacío glacial de un invierno oscuro y eterno.

Acá abajo el invierno no volvería en mil años. Ameyali bajó la mirada y contempló la esfera que aún sostenía en su mano. Y la dejó caer de vuelta al agua ponzoñosa, tomó la pértiga y volvió a empujar la balsa. Se había hecho tarde. Papá estaría por llegar, cansado y de mal humor como siempre. La chica debía darse prisa para tener la comida preparada y caliente.

Allá a lo lejos los cerros seguían ardiendo. En lo alto del cielo el tren luminoso se alejó siguiendo su órbita, y desapareció tragado por la noche.  

José Benigno Gaona Medina

(Texto ganador del 9no concurso de cuento y poesía de ciencia ficción «José María Mendiola» 2022)

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