Luz

Los destellos de aquel sol pálido incidían sobre mi piel, convertida en un manto quebrado. Reflejaban en mi rostro lívido, como un presagio grabado en la eternidad, los estragos de una vida condenada al exterminio.
Caminé sin rumbo bajo la mortecina luz, mis pies eran inmunes a las frías arenas de aquellos desiertos congelados. Al principio derramé lágrimas ante la visión de los áridos parajes, pero sequé mis lágrimas mientras pensaba que la vida era un gran privilegio. Y así, mi consuelo fue transformándose en una nueva visión de la belleza.
La noción de tiempo había quedado atrás, desde el principio del desastre. No existían el día ni la noche, tan sólo un fulgor pálido que iluminaba el espacio de forma continua. Pronto, me perdería entre la niebla, pues únicamente ella podía refugiarme de la pesadumbre y de mis añorados recuerdos.
Ya no sentía el frío en los huesos, pero mis manos temblaban movidas por una inquietud que ni siquiera yo lograba comprender. Extendí las palmas, abiertas de par en par, y observé unos nuevos surcos sobre la piel quebrada. La líneas, finas y desiguales, se desplazaban a través del tegumento. De las hendiduras brotaban pequeños halos luminosos, que envolvían por completo mi maltrecha anatomía.
Sentí frío por primera vez en mucho tiempo. Continué caminando bajo aquel sol fantasmal, mientras escuchaba el continuo rasgar de aquellas heridas luminosas. Los haces de luz se acrecentaron, y me sentí rodeada por un aura tan hermosa como magnética.
Noté cómo las plantas de mis pies perdían fuerza, y caí de rodillas sobre aquella tupida alfombra de hielo. Mis articulaciones también habían comenzado a quebrarse, y de las hendiduras, cada vez más profundas, no dejaban de brotar más y más rayos de luz que transformaban mi ser en una imagen cegadora y cuasi divina.
Intenté gritar pero cuando mis labios se despegaron sólo hizo acto de presencia el silencio. De mi garganta, como un vómito repentino, brotó un haz dorado que impactó sobre la niebla. No sentía dolor pero sí un cansancio terrible.
El calor de una llama se expandió por mis sienes y, aturdida por el éxtasis de aquella extraña catarsis, escuché un sonido que identifiqué con el de unos cristales resquebrajándose. Contemplé entonces mis dedos tirados sobre la arena, pero ni una gota de sangre brotó de aquellos tullidos muñones. Luces, iridiscentes y cegadoras, luces que transformaban mi figura en una forma cada vez más indistinguible, es lo único que dejaban escapar.
El fuego que cubría mi frente se extendió al resto de mi cuerpo. El frío se esfumó y dio paso a una sensación cada vez más confortable. Esbocé una sonrisa, mi presencia en un mundo tan cruento no podía prolongarse mucho más allá de aquel instante.
Me revolví tratando de estirar los anquilosados miembros. Fui presa de un hormigueo constante. Mis muñecas se rasgaron, y los muñones, al igual que frágiles piezas de cerámica, se hicieron añicos sobre la alfombra de hielo que comenzaba a cubrir aquel tupido manto de arena. Lo mismo sucedió con mis pies, mientras unas luminarias ardientes se elevaban de entre las oquedades que invadían mi cuerpo.
Al igual que mil cáscaras de nueces confabuladas en un universal crujido, lo poco que quedaba de mi piel comenzó a desprenderse. Pude contemplar cientos de mariposas del color del fuego, introduciéndose entre la niebla cada vez menos densa. Mi figura, ahora, era una completa luminaria. Lo que hasta entonces habían sido mis brazos terminaron por desprenderse, e igual sucedió con las piernas y la mitad superior del tronco. Atrás había dejado mi forma humana, ahora sí, completamente indistinguible.
Vomité un último haz de luz. Sentí cómo mi cabeza, la única extremidad que se mantenía firme, se desplomaba sobre la cristalina capa helada, al tiempo que el último atisbo de mi alma se perdía en la iridiscente marea de un mar en calma.

Nieves Guijarro Briones

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