Le juro, señor agente, que no fue mi culpa. Es cierto que llevaba quince horas seguidas conduciendo y que estaba cansado, pero usted ha de conocer la emoción de regresar pronto a casa luego de una larga ausencia. A pesar de eso, sabía de mis limitaciones y me detuve a descansar un rato, allí mismo en el paraje desolado en el que se produjo el accidente. Sentía mis manos pesadas y por más que deseara continuar, mi vista se hacía cada vez más nubosa. El sitio no me daba buena espina, pero físicamente me fue imposible seguir; mi cuerpo no respondía bien.
Estacioné el carro junto a la avenida, tal como pudo determinarlo el perito, y me postré sobre el volante a dormir. Eran las tres de la mañana. A esa hora ninguna persona, ningún coche, pasaba por ese lugar frío y sin vida. Si no hubiera estado tan cansado, no me hubiera detenido. Cinco kilómetros atrás vi la última casa, mientras a la carretera sólo la iluminaba las luces de mi vehículo. Apagué el motor, así como la calefacción. Me puse la chaqueta de lana que mantenía en el asiento trasero y me dispuse a descansar. Mi sueño duró al menos treinta minutos. Lo sé porque quería sorprender a mi esposa antes de que se fuera a trabajar, de modo que estuve siempre muy pendiente del reloj.
Todo se tornó oscuridad total. Un sueño profundo me invadió de inmediato y, como si el influjo de un fuerte narcótico me hubiera atrapado, no tuve consciencia hasta que sentí un suave golpeteo contra el cristal. Era lento y cansado, como si el que tocaba estuviera harto de la vida. No reaccioné mal, como podría imaginar, señor agente. Al contrario. Desperté del letargo medio embobado, confundido, y apunté con la linterna para conocer quién estaba en la carretera. «Quizá un conductor», pensé, «al que se le ha averiado una llanta y necesita ayuda. Pobre, pobre. Con el frío que hace…». Iluminé la ventana y una figura pequeña, borrosa por la niebla y los cristales empañados, apareció ante mí. Bajé el vidrio para ver con claridad y una anciana de mirar triste, con grandes ojeras y una sonrisa melancólica, me pidió que le comprara una empanada.
—Señora —respondí medio dormido con un gran bostezo. Pensé en rechazar su ofrecimiento, pero sentí lástima por ella—, está bien, deme dos.
Pese a la neblina intensa que entorpecía mi vista, noté que la anciana vestía ropa muy ajada y antigua, como de una época pasada, y que traía un cesto con las dos empanadas que le pedí. Me las entregó y desapareció caminando despacio entre la neblina. Miré el reloj. 3:30 a.m. Me sentía mucho mejor, señor agente, tanto como para conducir las dos horas que me faltaban para llegar a casa. Encendí de nuevo el coche y lo puse en marcha. Las luces de los faroles me enceguecieron por unos instantes hasta que me acostumbré a ellas para continuar mi camino.
La calefacción se había encendido junto con el motor, pero al contrario empecé a sentir un frío más agudo, de esos que penetran hasta los huesos y que recorren como un piquete desde la rodilla hasta los codos. La neblina también se espesó, así que agudicé la vista, pero el afán por llegar a casa no me permitió disminuir la velocidad. Sentí el deseo de comer y recordé a la extraña anciana. No había caído en cuenta y no fue sino hasta ese momento que me pregunté qué hacía una vieja en medio de la noche y de la nada vendiendo empanadas. ¿Se había extraviado como un perro? ¿Se había escapado del ancianato tal vez? Sin la posibilidad de responder a mis preguntas, abrí el compartimiento donde había guardado las empanadas para comerme una. No había nada. Las puse ahí, señor agente, no tengo la más mínima duda, pero ya no estaban.
Un suave punzón me golpeó el pecho, como cuando uno sabe que la tragedia se avecina pero no lo quiere aceptar. La calefacción estaba al máximo pero mis extremidades estaban entumidas por el frío. El resto de mi cuerpo sudaba por el calor. Luego escuché un sonido seco que venía de la parte trasera del auto. Era una tos dañada, grave, que se eyecta desde pulmones podridos; una tos cansada. Sin frenar ni desacelerar, volteé la cabeza y la vi. La anciana estaba sentada en la mitad del asiento, tranquila, con la mirada perdida. Tenía un agujero en su mejilla que expedía un hedor que hoy me causa náuseas recordar; de su nariz salía pus y la piel de su cara se desprendía a pedazos. Quedé en shock. Mi cuerpo no respondió a mis intenciones de detener el coche, ni a las de gritar. No podía dejar de mirar a la anciana que lentamente levantó su mano roñosa, con uñas largas y mohosas, para señalar al frente.
Sólo sentí el golpe, señor agente. No recuerdo más. Cuando desperté, la anciana ya no estaba y, como usted y sus peritos se dieron cuenta, no dejó ninguna señal.
David Kolkrabe