uando mamá abrió la puerta del horno el olor del pavo invadió nuestra cocina con un aroma delicioso. Yo estaba allí con mis hermanos, aspirando con codicia y llenando nuestras memorias de lo que seguramente llenaría nuestros estómagos un poco más tarde. Ella sonrió y se volvió hacia nosotros diciendo: Todavía no, mis pequeñitos, la cena estará lista a las… ¡BOOM!
La explosión que se escuchó fuera de la casa opacó sus palabras, una sensación de horror me invadió en ese momento. Intenté ver a mis hermanos pero sus caras se iluminaron de alegría y gritaron al unísono como sólo los niños lo pueden hacer.
—¡Cuetes, cuetes!
Me tomaron de las manos y comenzaron a correr. Otra explosión. Me halaban por la casa sin poder resistirme. Otra explosión. Por dentro yo sólo quería ocultarme, huir del ruido que me había retumbado hasta los huesos.
Cuando mi hermano mayor abrió la puerta, el cielo se iluminó con los fuegos artificiales más hermosos que jamás haya visto. Luces verdes, rojas, azules, amarillas, todos los colores del arcoíris en perfecta armonía, como flores celestiales iluminando el prado de la noche. Las explosiones se acercaban pero mis hermanos me sostenían con sus pequeñas manos. Intentaba imitar sus caras de alegría hasta que una explosión hizo que nos agacháramos. Ellos rieron y yo los imité hasta que sus caras desaparecieron junto con la calle de mi barrio.
Escuadrones de bombarderos se entrecruzaban formaban una cuadrícula mortal en el cielo. En la punta de cada línea, luces verdes y rojas anunciaban la llegada de una nueva oleada de bombas. Dejando en el suelo una serie de hongos entre las ruinas. Sobre toda esa desolación, unas letras rojas me indicaban que la batería estaba por agotarse.
Me quité el casco de realidad virtual. Las piernas casi me fallan cuando me levanté de la cápsula que me mantenía con vida. A mi alrededor otros sobrevivientes todavía estaban embelesados dentro de sus paraísos virtuales mientras que yo me arrastraba en el suelo buscando baterías, dando un vistazo hacia atrás de vez en cuando, cuidando que nadie despierto me robara mi lugar. Entonces observé que una de las estaciones de realidad virtual estaba recién destrozada.
—¡Cohetes, cohetes!
Así gritaba el infortunado, con las tripas mezcladas con cables y metal. Lo aventé a un lado, arranqué las baterías de lo que había sido su cápsula y regresé a la mía.
Abrí los ojos y mis hermanos seguían allí, sus caras iluminadas de diferentes colores por los fuegos artificiales que veían en el cielo. Mi madre se nos había unido, ella me veía a mí.
—Feliz Navidad, mi pequeñito.
—Feliz Navidad, mamá.
José Jesús Talamantes