Carlitos tomó el ratón con mucho cuidado, pero con firmeza, tratando de que no lo fuera a morder, como lo había hecho el último que había tenido. Pensativo, sacó de entre las servilletas que llevaba en el bolsillo de la sudadera el cúter que se había robado del cuarto de costura de su mamá. No le prestó ninguna atención a los desesperados chillidos que el animal emitía, ni a los esfuerzos por liberarse. Entonces empezó a desollarlo en forma descuidada. Sus padres no tardarían en llegar de la junta con la maestra de la escuela, y no había forma posible en la que pudiera evitar que se enteraran de lo mal que iban sus notas, pero ya era tarde para remediarlo. Sin duda, esta iba a ser la peor navidad de todas las que podía recordar. Justo cuando de verdad necesitaba el regalo que seguramente Santa Clos ya no le iba a llevar.
Todo había empezado cuando sus padres habían llevado a Luisito a vivir con ellos. Luisito era su primo, pero él nunca lo había querido. No importaba lo mucho que sus padres le habían insistido acerca de tener que quererlo como a aquel hermanito que había tenido, pero que nunca había podido conocer, fallecido a las pocas horas de su nacimiento. Carlitos pensaba que él no tenía la culpa de nada, ni de la muerte de los padres de su primo, ni de la de su hermano; pero ahí estaba ahora, teniendo que cargar con la presencia del insufrible niño, quien no lo dejaba solo ni a sol ni sombra. Lo peor era el hecho de que Luisito no había entendido la forma en la que a él le gustaba jugar. Cuando le había tratado de demostrar lo divertido que era cazar las ratas y ratones que a veces aparecían por la vieja casa en la que vivían, el niño se había puesto a llorar como niña y no había tardado en ir a delatarlo con sus padres. Lo bueno es que a estos no les importaba gran cosa lo que hiciera, siempre y cuando siguiera sacando buenas calificaciones en la escuela, así que sólo había recibido un leve regaño, pero ahora, eso estaba por cambiar.
Lo que pasaba era, que hiciera lo que hiciera, Carlitos no podía controlar el malestar que la presencia de Luisito le causaba. Y debido a eso, las cosas le habían empezado a ir mal en la escuela; pues cuando debía estudiar, no lograba concentrarse en otra cosa que no fuera el idear mil planes para deshacerse del fastidioso chamaco. Pensaba en eso, y también en el Razor, que era lo que le había pedido a Santa Clos para la navidad. Nunca había deseado tener tanto un juguete, como cuando había vistos los Razors de los hijos de su padrino Chuy. Pero ellos nunca lo habían dejado usarlos, ni para una sola vueltecita siquiera. Incluso una vez, tras insistir en que le dieran chance de subirse a uno, los niños lo habían correteado a bordo de sus vehículos por toda la cuadra, y sólo se habían detenido cuando vieron las lágrimas que bañaban su rostro. Carlitos estaba seguro de que ellos habían pensado que su llanto se debía al susto que le habían causado, pero en realidad era de pura frustración: no había nada más en el mundo que hubiera deseado en ese momento, que agarrarlos a golpes y quitarles los malditos carros, para luego atropellarlos con ellos, hasta dejarlos tan muertos como los papás de Luisito. Sin embargo, se había obligado a no hacerlo, pensando en que si lo hacía, sus propios padres se acabarían enterando, y entonces seguro le pedirían a Santa que no le llevara el Razor, y simplemente no podía correr el riesgo de quedarse sin su propio cochecito.
El ruido de la camioneta de su padre lo sacó de su ensimismamiento. Tomó los restos del pobre ratón, casi ya sin forma alguna reconocible, y los lanzó con todas sus fuerzas por encima de la barda que separaba a la casa del lote baldío contiguo. Se levantó y cubrió las manchas de sangre que habían quedado en el suelo arrastrando tierra con el pie. Sacó las servilletas que había llevado previsoramente consigo y se limpió las manos en forma concienzuda. Luego las hizo bolita y las arrojó por donde había arrojado el cadáver del animal. Satisfecho, enfiló rumbo a la entrada trasera de la casa, pero a medio camino se dio cuenta de que se le había olvidado la navaja y regresó por ella. Logró llegar a su habitación justo en el momento en que sus padres entraban por la puerta principal. Cogió un cómic de Súper Patata del buró y se tendió en la cama, fingiendo leerlo con mucha atención, pero en realidad, imaginándose a sí mismo, como tantas veces lo había hecho a lo largo de ese año, montado en un reluciente Razor de color rojo, machacando una y otra vez la cabeza de su pequeño primo, hasta que la dejaba convertida en una pulpa irreconocible y enrojecida. Carlitos se quedó dormido sin darse cuenta, recreando una y mil veces esas imágenes en su cabeza.
Carlitos despertó horas después en medio de una asfixiante penumbra. Tenía hambre. Le pareció muy extraño que nadie le hubiera hablado para merendar, o peor, para darle el regaño que seguro le estaban guardando. Lo único que podía escuchar era el tenue sonido de las melodías navideñas emitido por las series de lucecitas navideñas con las que habían decorada la sala, pero nada más. Parecía que no hubiera nadie más que él en la casa. Salió sigilosamente de su habitación, como temiendo romper el aura de silencio que imperaba en el lugar. Iba rumbo a las escaleras cuando le llegó el rumor de unas voces. Venían del cuarto de costura de su mamá, ubicado al fondo del piso. Decidió ir a asomarse a preguntar por la cena, pero conforme se iba acercando, fue capaz de captar algunas palabras de la conversación que ahí se sostenía. Tratando de no hacer ruido, se pegó a la puerta para ver qué lograba escuchar:
—…mejor deberías de venderlo —escuchó decir a su madre—, si se lo das a Luis más coraje le va a agarrar, y ya ves como la trae contra él.
—Pues a ver si así aprende —respondió su padre, enojado—, que entienda que debe de ganarse las cosas. Ya estuvo bien de que le demos todo lo que pida sin exigirle nada a cambio.
—¡Ash! Pues has lo que quieras, pero luego no te quejes de que no le quiera ni hablar. Además, le vas a romper la ilusión de la navidad, ya vez cómo estuvo fregando todo el año con lo del carro. Mira, véndelo, o mejor guárdalo para su cumple, aún alcanzamos a comprarle algo antes del veinticuatro.
—¡Ni lo pienses! Yo ni de loco me paro por el centro así como se pone por estas fechas. Además, no es eso, ¿sabes cuánto me costó el dichoso carro? ¡Fueron casi veinte ya con el envío! Nomás porque el Chuy le compró dos a sus huercos, si no, ni de chiste le hubiera comprado algo así.
—Yo te dije que no se lo compraras, pero ¡ah, como te encanta jugar a las carreritas con el compadre!
—¿Eso qué? ¡Para que vea que uno también las puede y no nomás él! Oye, como sea, creo que ya deberíamos explicarle a Carlitos esto de la navidad. No me parece normal que aún siga pensando que el Santa Clos es real, menos cuando hace esas barbaridades con las ratas.
—No sabemos si las hace. Que Luis lo haya dicho no significa que sea cierto. Además, no lo haría si no hubiera tantas ratas en esta casa. ¿Alguna vez has visto alguno en la casa del compadre? Por cierto, ¿compraste el veneno?
—Sí, sí. Lo compré de regreso de dejar a Luis con sus abuelos. Me dijeron en la ferretería que era bastante tóxico, así que mejor lo voy a aplicar hasta el treinta y uno que pasemos la noche con tus papás, así no corremos riesgo de nada. Mientras lo dejé escondido en el armarito del sótano, no vaya a ser que los huercos lo vayan a agarrar…
Carlitos sintió como el mundo temblaba a su alrededor: ¿Santa no era real? ¿Le iban a dar su Razor a Luisito? A pesar de que era consciente de que no era un niño bueno, sintió que lo último que le quedaba de inocencia moría con esas horribles palabras que nunca hubiera querido escuchar. Simplemente no lo podía creer, ¡lo habían engañado todo este tiempo! ¡Y así querían que fuera un niño modelo! Ahora ya no tenía duda alguna de que jamás había tenido una navidad tan horrible como esta. Pero eso no era todo, una luz roja empezó a palpitar en lo más profundo de su cerebro, ¡le querían envenenar a sus ratas! ¡También eso le iban a quitar!¡No lo podía permitir!
El niño corrió hasta el armario del sótano que había mencionado su padre y buscó el veneno. Pensó en llevarse el recipiente, pero en las dos semanas que faltaban para que su padre lo fuera a usar, bien podrían darse cuenta de su ausencia. Un plan empezaba a formarse en su cabeza, ¡no los iba a dejar ganar! Abrió con mucho cuidado el bote del veneno y vio que el líquido se veía más o menos como uno de los desinfectantes que usaba mamá. Supo que sería fácil sustituir el contenido del bote sin levantar sospechas.
El resto de la semana transcurrió como si nada hubiera pasado. Luisito regresó de pasar unos días con sus abuelos y reanudó sus intentos por estar siempre a lado de Carlitos. A sus padres les pareció curioso como este no trató de echarlo de su lado, como siempre solía hacer, sino que incluso jugaba un poco con él. Le prestaba sus cómics e incluso lo acompañaba a ver Paw Patrol en la tele. Pero no era suficiente para que cambiaran de opinión respecto a los regalos que cada uno iba a recibir. Estos aparecieron un día bajo el pino de navidad, había una caja demasiado grande con una tarjeta que decía “Luis”, y una de menor tamaño para Carlos. Sus padres sorprendieron cuando éste no había hecho ninguna protesta al respecto. Les parecía milagroso el que por fin, después de haberles estarles fregando todo el año con el, no hubiera hecho ninguna alusión al dichoso Razor. Esperaban que ya le hubiera pasado la obsesión por tenerlo. Aunque si en verdad le hubieran prestado un poco de atención al niño, habrían visto cómo a veces se quedaba viendo nostálgicamente a la caja del regalo de Luis, y de cómo el titileo de las lucecitas del pino se reflejaba en sus ojos, haciéndolos brillar tal y como brillaban los ojos de los gatos en la oscuridad.
La navidad llegó sin mayores contratiempos. Aunque en esta ocasión no iban a tener invitados para la cena, ya que los padrinos de Carlitos estaban fuera de la ciudad, su mamá había insistido en preparar algo especial, ya que era la primera vez que Luisito iba a pasar la navidad como parte de la familia. Así que desde temprano, los niños estuvieron ayudando en la cocina a su mamá, que era precisamente lo que Carlitos quería. En realidad, lo único que buscaba era una oportunidad para ejecutar su plan. Esta se presentó cuando estaban pelando papas para el puré, Luisito había visto una rata cruzar por la puerta de la cocina, y como había desarrollado auténtico pavor por ellas, había brincado de su silla sobresaltado, causándose una pequeña herida en un dedo con el pelapapas. Entonces, él y su mamá habían salido de la cocina para ir a lavarle y desinfectar la herida y luego una vendita. Carlitos aprovechó el momento para sacar de detrás del refrigerador el envase con el veneno que había ocultado la noche anterior. Sin el menor remordimiento, lo vertió en la salsa que habían preparado para embadurnar al pavo antes de ponerlo a hornear, así como en la mezcla para rellenarlo. El resto lo usó para barnizar el pay que su mamá estaba preparando cuando el accidente había ocurrido. Salió rápidamente al patio a lanzar por la barda el recipiente. Al regresar y ver que ni su mamá ni Carlitos habían regresado aún, tuvo que hacer un gran esfuerzo para reprimir la carcajada que casi brotaba de sus labios. Pronto sería el tiempo de reír y jugar, sin nadie que lo volviera a molestar.
Antes de la cena dieron gracias por el año que acababan de pasar. A los padres de Carlitos no les pareció extraña le euforia que el niño experimentaba, pensando que al fin estaba regresando a ser el niño que solía ser en el pasado. Luisito también se veía cómodo, sintiéndose por primera vez aceptado plenamente en el seno de su nueva familia. En esa última semana había disfrutado mucho con Carlitos, que se portaba al fin como el hermano que siempre había querido. Se llegó la hora de la cena, y el padre rebanó el pavo como tenían por costumbre, colocando las rebanadas en los platos que la mamá le iba pasando, servidos ya con puré, ensalada y una generosa porción de relleno. Carlitos olisqueó el suyo, preguntándose cuál sería su sabor, y extrañado ante la repentina idea que cruzó por su mente de olvidarse de todo y acompañar a su familia con la cena. Pero desde el lugar que ocupaba en el comedor el pinito le quedaba de frente, y podía ver el enorme paquete del regalo de Luis, con su Razor dentro de el, refulgiendo intermitentemente con el parpadeo de las luces navideñas. Cogió un trozo de pan de la charola del centro de la mesa, y se demoró jugando con el, mientras veía como el resto de su familia degustaba sus platillos con voracidad.
Todo pasó tal y como Carlitos había esperado. La agonía había sido terrible, pero fugaz. Su padre yacía en el suelo del comedor, cubierto de vomito y en medio del estropicio que había causado al arrastrar en su desesperación el mantel de la mesa. Su madre había tratado de alcanzar su teléfono, para pedir una ambulancia, pero no había tenido oportunidad de hacer ninguna llamada. Luisito estaba de camino al baño, hacia donde había tratado de dirigirse luego de experimentar los primeros retortijones. Carlitos había contemplado lo sucedido con mucho interés al inicio, pero pronto se había decepcionado ya que había esperado algo un poco más espectacular. Había saliva, sangre, vómitos y el acre aroma de los excrementos que su familia había liberado en su agonía, pero esto no le provocaba la misma emoción que cuando troceaba animales con el cúter. Al final todo había quedado en silencio, excepto los villancicos que emitía la serie de luces del pinito, indiferente a todo lo que había pasado. Al fin era hora de abrir los regalos. Carlitos sabía que no era un buen chico, y que probablemente no se merecía el Razor, pero se lo había ganado, y ahora nadie le podía impedir que jugara con el cuanto quisiera.
Carlitos sacó el vehículo de la caja, su padre lo había dejado bien armado y cargado antes de meterlo en ella. Emocionado, se montó en el y lo encendió, sintiendo el temblor del motor y listo para probarlo por toda la planta baja de la casa, que al cabo no habría nadie que pudiera regañarlo por hacerlo. Sabía que la batería duraba cuarenta minutos antes de necesitar ser recargada, así que no perdió más tiempo y arrancó el motor. ¡Al fin lo tenía! Carlitos condujo por la sala y el comedor, usando los inertes cadáveres de su familia como obstáculos para hacer más interesante la ruta. Necesitaba más espacio, así que se detuvo por un momento para abrir las puertas del estudio de su papá y las de la recamara principal, luego podría salir a jugar al patio o a la cochera. ¡Nunca se había sentido tan contento como lo estaba ahora! ¡Y el que había pensado que esta iba a ser su peor navidad!
Emocionado como estaba, dio vueltas y vueltas por toda la casa sin parar. Sólo en una de ellas, al cruzar frente a la puerta del estudio de su papá, creyó distinguir en la oscuridad algo que no debía estar ahí. Intrigado, maniobró el volante para regresar y ver mejor, y entonces, una gran sonrisa se dibujó en su rostro. ¡Era Santa Clos! ¿No que no era real? Sin pensar en lo que hacía, detuvo el vehículo y se bajó del mismo echando a correr hacia la imponente figura que sabía esperaba en la habitación, abrazándose a su pierna y gritando entusiasmado. Pero la figura no hizo ningún movimiento, ni emitió ninguna palabra. Extrañado, Carlitos levantó su rostro hacia el de la figura, y esta bajó el suyo para verlo mejor. Entonces Carlitos notó el par de brillantes ojos, ardientes como el carbón, y vio con pavor como el rostro de la criatura parecía derretirse ante sus ojos, como si fuera la máscara esa de látex de Halloween que una vez había quemado. Entonces pudo apreciar por completo el verdadero rostro del ser: los ojos, los hirsutos pelos grisáceos aquí y allá, las hileras de colmillos amarillentos y afilados, las orejas puntiagudas coronando la deforme cabeza. El hocico del ser se retorció en una maliciosa mueca cuando masculló con una voz increíblemente aguda, que más bien parecía un chillido, un siniestro “Feliz navidad”. Carlos no pudo evitar gritar histéricamente, llamando a su mamá, sin darse cuenta de que esta vez, nadie iba a responder su llamada.
La criatura tomó violentamente a Carlitos por uno de sus tobillos y se lanzó contra el ventanal del estudio, haciéndolo estallar en mil pedazos. De dos brincos más llegó a la barda del patio trasero de la casa, superándola de un brinco también, perdiéndose con su carga en la tenebrosa oscuridad. Dentro de la casa, las luces del pinito seguían titilando, mientras desgranaban cansinamente las notas de “Blanca Navidad”, pero no se escuchaba ningún sonido más.
Octavio Villalpando