Perdió el miedo cuando comenzó a acostumbrarse a la rutina. Esos pequeños y aparentemente aislados acontecimientos que se van agrupando a medida que son repetidos y que luego lo absorben todo. Al principio los trataba como si sólo fueran ancianos; y el temor, si bien no desapareció del todo, se fue retirando hasta semejarse a una oscura desconfianza, a un receloso punto recluido.
Los despertaba, les daba la medicación, les traía el desayuno, los limpiaba, siempre al mismo horario, todos los días, como un relojito. Sonreía, afirmaba con la cabeza, hacía un esfuerzo consciente por seguirles la charla. Dejaba las cortinas abiertas en las noches lluviosas; ponía un disco de blues en un tocadiscos que parecía prehistórico cuando coincidían en la tesitura del mutismo; les acercaba libros de la inmensa biblioteca; dejaba que la melancolía se instalara entre ellos como una amiga antigua y benevolente.
Recibía a cambio un buen sueldo, además de una habitación amueblada, cuatro comidas al día y dos tardes libres por mes. Todas las noches antes de dormir, también le daban en la boca unas gotitas de sangre y le dejaban leer seis palabras del Libro, costumbre que suele ser tan sólo el primer paso de este tipo de rituales.
Álvaro Morales