No había nadie a su alrededor, solamente el cadáver de Rufus. Tantos años siendo su fiel compañero, y allí estaba a su lado, destripado y mirando al infinito con ojos vidriosos y exánimes. Incluso siendo un perro, ni siquiera un animal merecía aquel destino. El lúgubre silencio reinante comenzaba a ser interrumpido por el sonido de lo que parecían trompetas a lo lejos. La densa niebla que cubría el pantano ocultaba los misterios que allí yacían, pero Edgardo estaba seguro de ver algo moverse en la superficie. Con todas sus fuerzas intentaba liberarse, pero las sogas que lo retenían en aquellos sucios y renegridos troncos estaban firmemente amarradas. Aquellos troncos que seguramente fueron testigos de otros sacrificios como él, porque si de algo estaba seguro es que lo estaban entregando como ofrenda. Edgardo tenía ganas de llorar, nunca habría imaginado que un viaje de paseo terminaría en aquella situación, con él como víctima de algún culto desconocido y con Rufus inerte a su lado mientras él intentaba soltarse. El rumor de los lejanos instrumentos cambió de repente, y se volvió una tonada siniestra y disonante que iba destilando malignidad en todas sus notas, a medida que una figura enorme y oscura comenzaba a emerger del agua. Antes de verla por completo Edgardo perdió la consciencia, estaba rendido a aquél sonido hipnótico. Soñaba con épocas anteriores a la humanidad misma, en donde seres inhumanos y disformes invocaban a sus dioses perversos, tocando melodías oscuras y viles en sus trompetas negras.
Mauricio Faro