Las hostias, de la noche a la mañana, han perdido su poder, y por años vivimos sin saber qué hacer al respecto. Sin Cristo era imposible purificarnos. Sin el perdón de Dios a nuestro alcance, estábamos olvidados, como perros en la azotea durante la peor granizada del año.

México empezó a caer en la desgracia, desastre tras desastre caía sobre nosotros, y culpamos a las hostias hechas en China, después a las hostias hechas en México con materiales chinos, después a las hostias hechas en México con materiales mexicanos.

Sin embargo, cambiar de hostias no funcionó.

El heredero de Dios ya no nos brindaba su protección, y sin su divina intervención, nuestro Padre decidía ignorarnos.

Hicimos todo para intentar regresar a su gracia. Rezamos, rogamos, suplicamos. Pero nada cambiaba, el tiempo pasaba y todo se venía abajo.

Estábamos condenados.

Hasta que un día, todo cambió, recordamos algo tan evidente que era fácil de ignorar.

Pendejos de nosotros. Habíamos olvidado lo más elemental de Cristo, lo más hermoso:

Él está dentro nuestro, está en nuestros corazones.

Hoy domingo, el padre elige un afortunado fiel. Pacientemente espera a que lo ayuden a subir los pocos escalones que tiene el presbítero; una vez que lo tiene frente suyo lo bendice con gestos amorosos y espera que lo asistan para ponerlo lo más cómodo posible. Entonces, con un simple, pero ahora ya muy practicado movimiento hunde el sagrado cuchillo en el pecho del venturoso elegido.

Se nota su experiencia en los pocos movimientos que necesita para romper el esternón, con una mano separa la piel, ahora inservible, y con la otra arranca el corazón; el cual con mucho cuidado empieza a cortar para poder repartirlo entre los fieles.  Gustosos, todos participamos en la nueva eucaristía.

Así Dios está con nosotros de nuevo.

Somos purificados.

Kyria García Valero