El hombre sujetaba al niño mientras regresaban de la feria. El espeso y lúgubre bosque los obligaba a adentrarse aun más en las tinieblas, y así prosiguieron en silencio. El camino pasaba necesariamente por la vieja abadía abandonada. Esa ingente masa de materiales vetustos que dominaba la hondonada –y que solamente aparecía cada último día del mes- los atemorizaba.
La mano del hombre estaba vacía. El niñito había desaparecido. El pánico lo atenazó y únicamente alcanzó a correr como loco por el sendero, hasta que se topó con una casucha. Su corazón latía con fuerza mientras explicaba a esos rostros arrugados lo ocurrido.
—Les ruego me ayuden —les dijo.
—El pozo —contestó el viejo—, es a través del pozo que los engulle.
Mientras aceleraba el paso, muy en el fondo, una tristeza lo iba inundando poco a poco, pues sabía que sólo somos una contradicción, que los dioses no existían, y sí lo hacían, nos odiaban. En este universo hostil la luz estaba perdiendo terreno, la bondad no tenía cabida y la humanidad perecería, gritando de terror ante la vastedad de la oscuridad.

            Por fin, encontró el pozo.

            En ese hueco profundo se acumulaban todas las sombras, un sonido como de una voz emanaba de abajo, distorsionada, como si de un efecto de ventriloquía se tratase.

            Amarró la cuerda a un viejo roble y tiró el otro fin con el garfio hacia la penumbra del pozo. De manera reiterada, sacó del vacío distintos artefactos de metal oxidado, que parecían tener miles de años sumidos en el fango, el hombre pudo distinguir la cara del niño, desapareciendo en las sombras.

            Estaba vacío, el hombre se quedó mucho tiempo ahí, observando el espacio. Hasta que llegó la mañana y prosiguió su camino… en soledad.

Ernesto Moreno