El teléfono

El sonido melódico lo despertó en medio de un sueño intranquilo. Al abrir los ojos sintió que el aire en sus pulmones le fallaba, pensó que estaba en medio de un colapso y que moriría esa misma noche entre sueños funestos y la oscuridad de la casa. Pero no fue así. Logró tranquilizarse mediante una serie de repeticiones al respirar. Inhalaba, contaba cinco segundos y exhalaba, así lo hizo durante un par de minutos hasta que su corazón, pulmones y, sobre todo, cerebro, se regularizaban con lo que la noche le estaba ofreciendo. Se sentó al borde de la cama, descalzo y con sólo un calzoncillo tipo bóxer encima. Se llevó las manos al rostro mientras pensaba en lo que había estado soñando. “¿Qué clase de horrenda pesadilla estaba teniendo?” se decía a sí mismo entre leves susurros lastimeros, de aquellos que dicen suenan en las casas embrujadas. Suspiró, se levantó a tientas, aún en medio de la oscuridad. “¿Qué fue todo aquello, Dios santo?” seguía. Luego, entre los muros buscó el interruptor de la luz. “No, será mejor que vaya a oscuras” decidió.
Avanzó entre los pasillos lúgubres de su casa, saliendo de su habitación y encaminándose a la sala. Ahí se detuvo, esperando escuchar nuevamente algo. Pero todo estaba bajo el frio manto del silencio. “Debió ser la pesadilla” trataba de convencerse. Se recargó en una de las paredes cerca de la sala, suspirando por lo bajo. “Eso fue, la pesadilla, pero ¿qué estaba soñando?” Se enderezó, dio media vuelta y entonces lo escuchó de nuevo. El sonido rítmico de un teléfono. “Pero no es un teléfono cualquiera” se dijo mientras con el mayor de los sigilos avanzó hasta la ventana principal. Desde ahí, en el cuarto piso del edificio en el que vivía, pudo ver claramente el teléfono sonando. “El teléfono de la esquina, está sonando, ¿Por qué?” Se quedó quieto por al menos tres minutos más hasta que el teléfono dejó de sonar. Se escondió entre los viejos muebles de la cocina desde donde tenía una vista amplia de la ventana y lo que había detrás de ella. Se quedó atento a escuchar algo, lo que fuere que lo alarmara. Pero el silencio era total.
“Viejo estúpido” se recriminó. “Estas imaginando cosas, ¿cómo sería posible que sonara el teléfono, si ya no había nadie que hiciera llamadas?” Se acercó al viejo lavabo, se agachó un poco y siguió observando atentamente a la ventana, directo al teléfono. “No suena, nada se escucha, fue tu mente jugándote una broma, viejo loco” Suspiró aliviado. Se alejó del lavabo y regresó sobre sus pasos hasta su habitación. “Es el encierro” se decía. “Me está volviendo loco” Regresó a la cama y buscó conciliar el sueño, no sin antes de caer rendido, pedir a los cielos por una noche, aunque fuera solo esa noche, de descanso. Lo que restó de la oscuridad le otorgó su deseo.

Tenía un viejo reloj. Era una herencia familiar. Lo adoraba. Su padre se lo había regalado cuando cumplió veinticinco años. Era un reloj deportivo, a prueba de agua, una mezcla de análogo y digital. Con manecillas que cumplían la función de dar las horas y dos ventanas digitales para marcar el día y el mes. Cuando despertaba por las mañanas veía el reloj. Constataba el día, la hora y el mes. Salía de su habitación, ya con un poco más de ropa. Una pantalonera, una playera desgastada de Pink Floyd y su Dark side of the moon, y rondaba su casa como un viejo fantasma atrapado. Sólo salía un día al mes para buscar comida, pero cada vez era más difícil encontrarla. Las cosas se habían complicado mucho después de la gran plaga. Al caminar por el pasillo para llegar al baño, se aseguró que las tablas que protegían las ventanas siguieran firmes. Luego las puertas, incluso las de las dos habitaciones. Luego la principal y la que daba al pequeño patio. Luego, ya con la sensación de seguridad, regresaba al baño, asomaba la cabeza para buscar lo que fuera o lo que temiera encontrar, luego, al ver que no había nada, entraba, cerraba y descargaba lo que la noche anterior había acumulado en el organismo. Mientras estaba sentado en el retrete, vio fijamente el reloj. “Mi papá me lo regaló a los veinticinco” Pensó. “¿Quién iba a decir que un año después ya no habría más de nada?” Pensó en las viejas comodidades, los celulares, los autos, la calefacción, los sistemas de streaming en la televisión. “Ya nada hay de eso, sólo viejos recuerdos”.
Al salir del baño fue directo al refrigerador. Era un milagro que la comida aún no se echara a perder, solía guardar lo que tenía en el congelador, aunque este tuviera tiempo sin funcionar. Sacó un manojo de lechuga, dos tomates y un par de rebanadas de pan integral un tanto maltrecho. Tomó un cuchillo y comenzó a partir. Pensaba en la televisión, en los viejos programas y de cuando en cuando, volteaba a las ventanas bloqueadas por madera y viejas cortinas gruesas. Luego, volvía a la carga con lo que sería el desayuno. Cortar, lavar, acomodar. Estaba listo para dar la primer mordida cuando lo volvió a escuchar. El incesante y rítmico sonido del teléfono público, en la calle de enfrente. Volteó como lo hace quien está por sufrir un infarto. Los ojos desorbitados, la boca abierta y la piel con un color cenizo. Fue dando pasos acelerados hasta el lavabo y ahí, frente a la ventana, veía nuevamente el aparato dando sus alaridos “No lo soñé” susurró “realmente está sonando, pero ¿quién llama?”.
Las manos comenzaron a sudarle, los nervios se fueron a flor de piel, su respiración fue aumentando “No se detiene” susurraba, “no deja de sonar, debo atender, escuchar a quien sea que este del otro lado de la línea” Se limpió el sudor de las manos en la pantalonera, dio media vuelta y como un hombre al borde de la histeria, salió corriendo hasta la puerta del frente. Pero se detuvo. “No, esto está mal, ¿y si es una trampa? ¿Y si ya usan el teléfono, si han aprendido cosas?” Volvió a la ventana, escondiéndose siempre entre esta y el lavabo. Buscando pruebas de que no estaba siendo irracional. “En otros tiempos habrían personas caminando por las calles, yendo en busca de comida o transporte o simplemente yendo a trabajar o a la iglesia. Pero ahora, ahora no hay nada allá afuera, solo ellos…”
––Riiiiiiiing
El teléfono sonó en repetidas ocasiones durante el día. “Debo salir” pensaba en medio de un ataque de histeria. “Debo contestar y saber quién más sigue allá afuera”. Caminó hasta el cuarto principal, el que tenía lleno de cosas, entre ellas palas, maderos rotos, ladrillos, machetes, ropa gruesa y demás cosas que hacían parecer el lugar como un viejo basurero. Tomó un pedazo de madera que solía ser el mango de una pala, lo blandió como si fuera una espada y luego tomó el machete. Se abrigó con una gabardina de tela gruesa y caminó hasta la puerta principal. Se detuvo al llegar al pomo y como si lo hubieran escuchado, unos ruidosos aleteos sonaron en las calles. “Ahí están” pensó. “Esperando a que haga más ruido para saber exactamente donde estoy”. Dejó las cosas y se acercó nuevamente a la ventana. La calle seguía despejada, pero en el cielo se movían las sombras, podía verlas, surcando los cielos en círculos. A veces de día, otras veces de noche. Cuando lograba salir en búsqueda de alimento lo hacía con el mayor cuidado de no hacer ruido. Esta vez, en su eufórico intento de contestar el teléfono, había hecho un escándalo tal, que lo habían escuchado y estaban arriba de su edificio, esperando, saboreando. “Viejo ridículo, irresponsable, ¿en qué estabas pensando? Ya sabes que escuchan, que todo escuchan. Pero entonces, ¿por qué no habían salido con el ruido del teléfono?”. Caminó hacía el comedor, se sentó y comió del sándwich que se había preparado. La lechuga, con todo y manchas cafés, no sabía mal. Comió lento, sin hacer tanto ruido. “Después de la peste” pensó “muchos murieron, o al menos eso pensamos, ¿verdad? Pero, cuando comenzaron a volver y luego cambiar y luego… Dios mío, ¿Por qué me torturo pensando en esto una y otra vez?”

Al medio día se encontraba sentado sobre el lavabo. Las nalgas le dolían y sentía parte de la espalda baja entumecida. Se sentía como un niño pequeño con los pies al aire, viendo con entusiasmo, y al mismo tiempo terror, hacia la calle a la espera de que aquel artefacto sonara. “Ellos saben o creen saber que, si esa cosa suena, en algún momento o punto del día, alguien va a contestar y entonces comerán de nuevo. ¿Cuándo fue la última vez?” Y entonces como si el aparato hubiera escuchado sus pensamientos, volvió a sonar. Se bajó del lavabo, vio hacia el cielo buscando alguna señal de movimiento, alguna sombra ya fuera en las alturas o en los suelos. Pero no había nada. “¿Qué esperan? ¿Qué esperan, desgraciados?” seguía diciendo en leves susurros. Estarían allá fuera, esperándolo o se habrían ido a otro lugar. Eran las preguntas que le rondaban la cabeza cada que el teléfono sonaba. Era una trampa, se decía a sí mismo, una condenada trampa. “Una vez vi uno. Sí, uno. Así de cerca” recordó mientras se acercaba la mano al rostro. “Corríamos por la calle de los Tulipanes, a un par de cuadras de casa, cuando al dar vuelta mi hermana topó con uno de ellos. El olor. Cómo apestaban, a muerte, a carroña, a descomposición. Ella, mi hermana, no tuvo tiempo de decir algo, sólo soltó un grito ahogado antes de que esa cosa se la llevara. Y yo, ¿qué hice? Me quedé ahí, parado como una estatua, viendo a esa cosa al rostro o lo que quedaba de él. Era don Carlos, el dueño de la papelería. Iba desnudo, su cuerpo era un manojo de músculos, heridas, manchas de todo tipo de cosas. Sus dientes eran ya sólo pedazos incompletos, lo que los hacían parecer como si fueran colmillos afilados. Ya no había labios, sólo carne pegada a las encías. Y sus ojos eran la viva imagen de un abismo de perdición. Nunca entenderé cómo desarrollaron esas alas, esas falanges que salían de sus brazos. Y jamás olvidaré cómo me buscaba, intentaba verme con sus ojos muertos, pero yo me quedé quieto por el terror y esa cosa no me vio, ni siquiera me olió. Solamente me quedé quieto, como un cobarde y eso fue lo que me salvó”.

Se llevó una mano a la boca, como si intentara ahogar un grito. Luego regresó a lo que era la sala y se sentó en un viejo sillón. “¿Y ahora qué?” se preguntó. Cerró los ojos e intentó imaginar quién podría estar del otro lado de la línea. Un grupo de sobrevivientes buscando al azar a más personas a través de viejas líneas de tierra. Otro hombre solitario buscando su propia autodestrucción porque ya no soporta la soledad. Una bella mujer esperando ser salvada de aquellas cosas horrendas que sólo vuelan y comen. O tal vez eran esas mismas cosas, que de algún modo volvieron a tener un poco de conciencia sobre cómo funcionan los aparatos, cómo utilizarlos como señuelos. Todo eso le parecía realmente absurdo. Pero allá afuera, el teléfono seguía sonando, insistentemente.

“¿Y ahora qué?” seguía repitiéndose una y otra vez lo mismo. “La comida se agotará y ya no habrá nada más qué comer. El lugar me parece cada vez más pequeño, siento que en cualquier momento se caerá encima de mí. No hay mucho por hacer aquí dentro de estas paredes y no hay para dónde correr allá afuera. Entonces, ¿qué debo hacer?” Volvió a cerrar los ojos, sumergiéndose en sus sueños, donde vio a sus familiares, quienes se fueron tanto tiempo atrás. Se vio a sí mismo con veinticinco años recibiendo el reloj de regalo por parte de su padre. Se vio de treinta y cinco, escondiéndose entre viejos edificios, debajo de piedras e, incluso, en viejos canales de riego. Se vio a sus cuarenta y cinco, hablando siempre solo, en susurros, atrapado entre niebla espesa que no lo dejaba ver nada, sólo escuchar el aleteo de aquellas cosas. Se vio ahora, a sus cincuenta y tres años, sin mucho qué desear, sin mucho qué anhelar. Sólo sobreviviendo. Durmió hasta que la tarde dio paso a la noche. Hasta que el cielo azul se convirtió en un manto oscuro con estrellas adornándolo. Durmió hasta que se volvió a encontrar con sus viejos amores, desde los familiares hasta aquellos inconclusos. Durmió hasta que el sonido del teléfono en la calle lo volvió a despertar, pero esta vez no hubo un despertar abrupto. Esta vez no hubo miedo. Esta vez sabía lo que tenía que hacer.
Buscó su vieja mochila. Metió en ella la lechuga y el poco pan que quedaba, los envolvió en ropa vieja. Se colocó la mochila a la espalda, lo más ceñida que pudo a su cuerpo, se colgó el machete a un lado, se calzó las viejas botas que robó del cuerpo de un militar. Se puso su gabardina gruesa y un pañuelo alrededor del cuello. Se acercó nuevamente a la ventana y esperó. Pareciera que ahora era el teléfono el que lo evitaba. Las estrellas brillaban en lo alto. Las nubes, aunque pocas, acariciaban el cielo oscuro. La luz de la luna hacía de guía, apuntando libremente el camino hacía el teléfono público.

Entonces, sonó nuevamente.
Salió lo más silencioso que pudo del edificio. Por los pasillos abandonados. Entre viejas puertas que jamás serían usadas nuevamente. Caminó y avanzó sigiloso, cada ruido, por muy leve que escuchara, lo hacía detenerse y esperar, luego, cuando no había nada en los alrededores, volvía a caminar. Llegó al final del edificio. Bajo un marco de metal pesado, cruzó entre los barrotes y se quedó quieto. No había ni un solo ruido en la calle. Ni aleteos, ni hojas de árboles cayendo a causa del viento, ni un solo animal, de ninguna clase. Nada. Se acercó a un viejo olmo, quedándose bajo su protección, pegado a su vieja corteza buscando señales de aquellas horrendas cosas. Nada. En todo el tiempo que él bajaba, el teléfono había dejado de sonar. Pensó en la mala idea que era.

Estaba expuesto, solo, y ellos podrían oírlo. “Dios mío, dame fuerzas” susurró. Estaba a punto de regresar hacia el edificio cuando el teléfono volvió a emitir su canto. El ring que lo identificaba ahora sonaba tan fuerte que creía que sus oídos reventarían. Entonces, sin más que esperar corrió. A sus espaldas los escuchó aleteando a lo lejos, armando su danza en el aire, creando círculos en el manto oscuro de la noche. Escuchó cómo se llamaban entre ellos, usando sonidos guturales, olvidando su lenguaje original, comunicándose ahora con su propia lengua. La luz de la luna se opacó con la sombra de cientos de esas cosas revoloteando en el aire. Estaban tan cerca de él, el olor a muerte era nauseabundo, estaban ya casi encima de él. Corrió lo más rápido que pudo, las lágrimas surcaron su rostro, debía contestar, era lo único que ya importaba, alcanzó la pequeña cabina de aquel viejo teléfono público, tomó el auricular y contestó.
––Diga….

Jorge Robles

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