¡Cómo llueve!
Una tormenta que distorsiona las luces. De esas donde la calle no emite más que las gotas rebotando en el suelo, como si lo odiaran. Un diluvio semejante a ese en el que perdí a Ema y a mis niños. Recuerdo aquel día. Quería lanzarme al agua y dejarme arrastrar por esa corriente agresiva hasta desaparecer en la alcantarilla junto con ellos. No lo hice. Les prometí sobrevivir.
Siempre, con el simple hecho de que llovizne, la melancolía me acosa como el agua al fuego y me convierto en algo más pequeño a merced de los recuerdos. Y aun más con esta tormenta, la tierna cara de mis hijos se lleva mi oxígeno; la del amor de mi vida, me apaga.
Si no consigo un techo todo acabará, pues este arbusto, por más grande que sea, dejará de cubrirme en cuestión de minutos. Los carros pasan por la calle levantando olas tan altas cada vez que atraviesan un charco, mojando humanos, ignorando si la ropa que llevan fue elegida por algo especial. ¡Qué rara su especie!, aunque no se diferencian tanto de nosotros, que en vez de ensuciarnos cantamos para ver quién es superior.
¡Esa casa del fondo es perfecta!, pienso. Apenas se ve a través de la niebla acuática. Cruzo la calle trepado en una maleta de llantas que una señora bien tapada con sombrilla lleva jalando. Es mejor idea que la de brincar hasta la avenida y cruzar el puente, al menos con esta mujer me cubro del agua y ella misma me dará el pase exclusivo a su hogar. Pero, ¿qué pasa? Se detuvo a media acera. ¿Espera algo? Sí, un taxi, y descubro que es arriesgado ir con ella, porque al darse cuenta de que voy de polizón en su valija, puedo asustarla y terminar aplastado sin remordimientos.
Vuelvo al plan A. Salto y salto. Camino un tramo y otros tantos saltos. Ando de nuevo. Trepo al frondoso árbol que custodia mi nueva casa, pero la lluvia que se desliza por los tallos y demás que rebotan en los sicomoros continúan tocándome. Doy un brinco gigante hasta la pared de ladrillo, pongo mis patas traseras en algún tendel mientras, con las delanteras, me sujeto de lo que sea para llegar hasta arriba. La superficie es resbaladiza, el agua me golpea en los ojos. Creo que caeré, por suerte —sí sucede— será sobre zacate. Espero que debajo de él no haya algún charco. Subo. Camino despacio hasta la ventana, la tormenta me pierde el rastro. Reposo un instante agradecido por seguir cumpliendo mi promesa. Haré lo que pueda para mantenerme vivo. Logro entrar por un pequeño orificio del mosquitero. Hay un humano sentado en el borde de la ventana, desde afuera no se veía, de haberlo sabido no entro. Supongo que debo salir, pues si se entera de mi presencia, estoy muerto.
Sigo aquí. Y sin emitir un solo ruido me deslizo por debajo de sus pies, teniendo extremo cuidado de que en un movimiento brusco me pise. No lo hará, pienso de inmediato. Él respira, veo su estómago inflarse y sacar el aire, sus ojos parpadear. Se empina una botella de alcohol dando un largo trago. Poco sé de su especie, pero puedo darme cuenta que es demasiado joven para beber. Es un varón, confirmo. Mirada tierna, pocas expresiones en su cara, tez blanca, casi pálida. Está recargado en la pared con las rodillas flexionadas, ha estado tirando de su cabello, la ventana esta cuarteada, hay sangre en su nudillo derecho. Tiene el rostro brilloso como si hubiese estado afuera, pero no ha salido. Llora. Veo lágrimas deslizarse por las mejillas como gotas por el cristal. ¿Qué le ocurre?
Al estar en el piso de la pequeña habitación, me sacudo. Busco un lugar para terminar de secarme, ver qué hacer. Pero no dejo de pensar en el rostro de ese chico, proyecta una tristeza que reconozco y me provoca un impulso de ayudarlo. Y, ¿qué hago? Soy diez mil veces más pequeño que él, a la mejor le doy miedo y me aplasta. Lo ignoro y sigo sacudiéndome, uso un calcetín que encuentro regado por el cuarto y trato de buscar otra cosa en qué pensar que no sea ese joven. Césped fresco, olor a tierra mojada, con semillas y hojas para comer después de que el sol se asome de nuevo. Un banquete, como decía mi hermosa Ema. ¡Mi esposa! Sin duda la más atractiva de todas en aquella pradera. ¿Cómo no amarla? ¡Me dio hijos! La razón de que siga aquí. Vivo. Luchando. ¿Qué más, qué más?
¡Qué curiosa es la vida! Antier estaba durmiendo debajo de una roca y basura, ayer en un arbusto casi del tamaño de un hidrante, y hoy, dentro de una casa caliente con alfombra peluda. ¡Qué vueltas da! ¡Mmm! Algo gracioso. Cuando mi hermano me contó aquel chiste de cucarachas y la hoja se me salió por la nar… Oigo un fuerte estruendo contra la pared. Me asomo por el ropero.
El chico está de pie. Lanzó con violencia la botella y el alcohol salió disparado mojando el piso y los muebles que estaban cerca. Los pedazos de vidrio azotaron contra el suelo haciendo fragmentos más pequeños, un penetrante olor irrumpió en la habitación. Impresionado, di unos pasos atrás hasta el retorno del silencio. El muchacho se hinca despacio, su cara queda mirando hacia abajo, sus manos y rodillas aferrándose al suelo. Grita con desesperación. Alaridos fuertes que retumban en las paredes. Quiere que lo escuchen. Que alguien entre por la puerta y lo abrace. Pero nadie entra. Sus lágrimas rebotan en el suelo. Son muchas gotas que crean diminutos charcos. Diminutas olas. Sigue gritando, pero está solo. Se acuesta y se moja la mejilla. Sigue llorando. Sollozos tan profundos que necesitan ser oídos.
Volteo hacia la puerta. Nadie entra. Nadie lo escucha.
La tormenta está en su máximo esplendor, los rayos dibujan líneas en el cielo mientras las nubes enseñan sus formas aún cuando estén agrupadas. Veo el agua caer como minúsculos meteoros que parecen entrelazarse en picada. El viento chifla. El árbol se agita y sus hojas vuelan hacia alguna parte. Los carros siguen circulando a toda velocidad, oigo los tsunamis arrasar con todo a su paso. Destruyendo pequeñas familias, y ellas, mirándose por última vez sin escuchar el «te amo» final ante la indiferencia del humano.
Acompaño al muchacho en su dolor. Minutos después de que el cielo regara la tierra, el humano se levanta. Deambula hasta donde la botella explotó, la observa unos segundos sin hacer movimientos ni sonidos. Se agacha, agarra algo del piso pero no logro ver qué. Empieza a temblar despacio, a gemir lento, cabizbajo. Retira y avienta la sudadera lo más lejos que pudo, ésta cae en una silla para después resbalarse y azotar en el piso. Se acuesta en la cama y observa con detenimiento el objeto mientras veo que su respiración se entrecorta. Vuelve a llorar, pero ahora no grita. Se cansó de ser ignorado.
Logro ver un pedazo de vidrio que baila entre sus dedos, ¿qué va a hacer?, no se mueve, pero siento su dolor. Como esa sensación cuando quería aventarme al agua con mi familia, cuando crees que de seguir vivo es para morir despacio, pensando que después de aventarte a ese abismo, el otro lado es menos doloroso. Y no sé con certeza qué hay del otro lado, sólo sé que él no debe.
El chico cierra tan fuerte los ojos como si los exprimiera, los abre, estira la mano izquierda y con la otra apunta el filo hasta su muñeca. Lo hace lento, veo el miedo en sus movimientos, en el temblor de sus pupilas.
Empiezo a cantar para que piense en otra cosa, una melodía que me acabo de inventar para detenerlo. Froto mis alas a diferentes velocidades para captar su atención. Lo logro. Examina de donde viene el sonido. Agudiza sus oídos pero no puede detectarme. Sigo cantando cada vez más fuerte para que gire la silueta de su boca. No lo hace.
Deja de buscarme, da un largo suspiro y analiza su estado sin emitir más llanto. Gira su cuerpo de lado y, por lo que veo, no suelta el pedazo de vidrio. Al menos se calmó, me digo. Es un avance. Puedo arrullarlo, pienso, como lo hacía mi madre conmigo y mis hermanos. Con esa canción tan melódica que hasta mi padre dormitaba. Lo hago.
Dos frotadas, después una.
Dos más, y otra lenta y rítmica.
Cuatro rápidas y entre ellas la melodía crece.
Me inclino y me levanto para hacer otros tonos.
Notas altas y bajas que provocan sueño.
Minutos después cantando, con mis alas tan cansadas que no tengo ganas de seguir, pienso subir a la cama y quitarle el objeto. Subo, me quedo en el borde, el pedazo de botella permanece en su mano. Me acerco lo suficiente y veo que sus ojos están abiertos mirando hacia algún lado, la cobija esta mojada debajo de su rostro, sus largas pestañas están húmedas, creo ver diminutas gotas caer cuando parpadea. Si me ve me asesina, me repito, pero no debo permitir que haga lo que iba a hacer. Vuelvo a tocar mi canción que lo arrulla, y esta vez no me detendré hasta verlo soñar.
Froto mis alas.
Cinco seguidas mientras la sexta la enlazo con cinco más.
Tonos agudos como los del piano, los hago vibrar.
Dos más, luego tres, y después cuatro.
Me levanto, me inclino y aunque no puedo hincarme lo intento para alcanzar esas difíciles notas. Sus ojos empiezan a verse pesados. Se secan. La lluvia también intenta cesar. Me aproximo a su mano, trato de abrirla para que suelte el vidrio. No lo consigo, es muy fuerte. Me detengo a pensar unos momentos. Ahora intento mover un dedo, después otro, y así hasta terminar, pero ni siquiera puedo con el meñique.
Logro escuchar que una puerta se abre desde lejos. Al fin alguien ayudará al muchacho, pienso. Me aviento de la cama y me escondo detrás del respaldo. Alguien entra con tranquilidad y una radiante sonrisa. Es un señor grande que, al percatarse del olor a alcohol en las paredes, y ver al chico derrumbado en cama, corre hasta él y aparta el objeto puntiagudo y lo pone en la encimera. Analiza el entorno. Sus ojos se abren con sobresalto. Mueve al chico, lo agita para despertarlo.
Nada.
Lo hace de nuevo pronunciando su nombre varias veces.
Nada.
Levanta la cabeza hacia arriba y ruega que todo esté bien. El muchacho reacciona somnoliento. El hombre mayor, de expresiones pronunciadas, da un suspiro profundo, eleva la cara al techo y agradece mientras lo abraza como yo lo hacía con mis hijos. Con un amor tan fuerte que me impedía soltarlos. Olerlos era de los mayores placeres en mi vida. El contacto de nuestras antenas, sus manos en mi cabeza. Escucharlos decir papá disipaba el frío de las calles. Cantar a dueto con Ema por las noches los hacía intentar frotar sus alas cuando eran bebés. Nuestra orquesta familiar evocaba felicidad a ese pequeño hueco en el árbol.
Sonrío, me siento vivo de nuevo, no quiero dejar de ver al señor expresando todo el amor que siente por el muchacho. Llora mientras lo recuesta en sus piernas como si fuera un niño pequeño. Acaricia su rostro. Le besa la frente.
Ese chico necesita un reinicio, alguien que le haga compañía.
Mientras yo esté aquí, no le faltará.
Luis Alberto Ortega